Su nombre completo era Gaius Julius Caesar Augustus Germanicus, pero todo mundo le decía Calígula, por unas chanclitas de soldado que usaba de morrito. Lo que no sabían es que detrás de esas pinches sandalias se escondía un cabrón tan enfermo que los dioses mismos le sacaban la vuelta.
Al principio, todo bonito. Que el hijo de Germánico, que el nuevo emperador joven, guapo, carismático… ¡y madres! A los tres meses se le fundieron los plomos. Que si una fiebre lo dejó viendo visiones, que si los dioses lo tocaron, que si se le metió un demonio por el culo, quién sabe. El pedo es que desde ahí empezó el verdadero pinche apocalipsis en Roma.
Y yo ahí, su caballo. No cualquier caballo, eh. Yo era el caballo. Me tenía en un establo con columnas de marfil, comía mejor que los senadores, me daban vino mezclado con oro, me peinaban a diario, me ponían moños de púrpura y me hablaban con más respeto que a su madre. Y lo peor, o lo mejor, según se vea: me iba a hacer cónsul. ¡Un puto cónsul, güey! Imagínate a mí con toga, opinando en el Senado mientras me echaba un pedo. Así estaba la locura del patrón.
Ese cabrón se creía dios, y no en sentido figurado, no, no. Literal. Un día era Júpiter, al siguiente era Apolo, y al otro, Venus, y se vestía como cada uno. A veces hasta salía encuerado con una capa y una corona, el pito al aire y la cara bien seria, exigiendo que lo adoraran. “¡Soy dios, hijos de su reputísima madre!”, gritaba. Y todos, temblando: “¡Sí, mi señor divino!”. Unos por miedo, otros por conveniencia, y otros porque ya estaban igual de trastornados.
Cogía a sus hermanas, güey. Todas. Drusila era su favorita, hasta decía que era su esposa celestial. La traía pa’ todos lados y cuando se murió, se volvió más loco todavía. Lloraba, gritaba, se arrancaba el pelo, hacía sacrificios, y hasta la declaró diosa. Pero también se tiraba a las otras dos, Agripina y Julia Livila. Incesto nivel Olimpo, güey, pero sin glamour.
Y las orgías… ufff. Las orgías no eran fiestas, eran putos rituales satánicos con vino, sudor, sangre, y posiciones sexuales que ni los dioses conocían. Se cogía a medio palacio, hombres, mujeres, lo que se moviera, y luego hacía chistes al respecto frente a todo el Senado. “¿Qué creen? Hoy me cogí al marido de la senadora Livia… y luego al hijo.” Y todos se reían, aunque por dentro se querían cortar los huevos.
Una vez declaró la guerra al mar. Así como lo oyes. Dijo que Neptuno lo había insultado y mandó a sus legiones a pelear contra las olas. Sí, güey. Contra las putas olas. Los soldados iban con espadas, lanzas y redes, gritando como locos, y luego regresaron con conchitas y algas como si hubieran ganado la batalla del siglo. “¡Victoria sobre el océano!”, gritó el pendejo, mientras yo lo veía desde mi carroza dorada, sin poder creerlo.
Y ni hablar de los asesinatos. Mandaba matar por cualquier cosa. Si alguien estornudaba sin su permiso, a los leones. Si alguien bostezaba en sus discursos, decapitado. Una vez ordenó que a un senador le abrieran la panza en pleno banquete nomás pa’ ver cómo se movían las tripas. Y luego se sirvió más vino como si nada. El Coliseo se volvió su puto parque de diversiones. Cuando no había gladiadores, metía ciudadanos comunes: herreros, panaderos, hasta niños. Todo para que se entretuviera el emperador. Pura pinche masacre pa’ pasar el rato.
Y todavía tuvo huevos de decir que todos los senadores eran tan pendejos que su caballo (o sea, yo) podía hacer mejor trabajo. Y la neta… tenía razón. Pura bola de lamehuevos, cobardes y vendidos. Yo, al menos, cagaba sin traicionar a nadie.
Un día se emputó porque llovió durante su desfile. Y no se emputó como una persona normal, no. Mandó traer látigos, formó una comitiva de soldados y les gritó: “¡Azoten al cielo por faltarme al respeto!” Y ahí van los cabrones, pegándole al aire, azotando nubes imaginarias. Esa era la Roma de Calígula, güey. Una pinche caricatura violenta, sangrienta, y llena de oro y mierda.
Hasta que un día, el túnel. Un grupo de guardias ya hasta la madre, planeó su final. Lo emboscaron como puerco y lo apuñalaron sin misericordia. Treinta y tantas puñaladas. Lo dejaron como pinche coladera. Cayó muerto con los ojos abiertos y una sonrisa de loco.
Y yo, desde mi establo de lujo, nomás relinché. Ni lloré, ni me alegré. Solo pensé: “Gracias por las uvas con miel, cabrón, pero ya te estabas mamando.”
Así fue la vida bajo Calígula. El emperador que pensó que podía hacer lo que quisiera porque nadie lo iba a parar. El cabrón que me trató como rey mientras convertía Roma en un manicomio con toga. Y sí, fui su caballo. Su amigo. Su cónsul casi. Pero sobre todo, fui el único en todo el Imperio que lo vio tal como era y sobrevivió pa’ contarlo.
Y así te lo cuento, directo desde el establo del infierno romano. Yo soy Incitatus, el caballo que vivió como dios en un mundo gobernado por un demonio con corona.