Laika

No pos guau.
literatura
biografía
Autor/a

Montse

Fecha de publicación

30 de noviembre de 2025

¡Qué onda, banda! Soy Laika, la perra más chingona que ha pisado este pinche planeta. Antes de que me hicieran famosa por irme al espacio, yo era una callejera libre en Moscú, güey. Pura vida: persiguiendo palomas, oliendo la basura más sabrosa y echando la siesta donde me daba la rechingada gana. No le debía nada a nadie, era mi propia jefa, y mi vida era un desmadre bien organizado que me encantaba.

Un día andaba yo olfateando un bote de basura con olor a carne de puta madre, cuando de repente me cayeron unos pinches tipos del gobierno. Fue como cuando la Guardia Nacional te levanta por traer los vidrios polarizados: sin avisar, sin explicarte nada y valiéndoles madre. Serios, con cara de que les apestaba el culo a vodka rancio, con sus uniformes verdes todos mal cortados. Me agarraron a la fuerza, aunque les solté unos ladridos bien puestos. Me subieron a una camioneta sin preguntar, los culeros. Ahí supe que mi vida de perro libre se había ido directa a la verga.

El entrenamiento fue una mamada monumental. Éramos varias perras mestizas compitiendo a ver cuál aguantaba más para su “misión”. Nos metían a centrífugas que parecían lavadoras gigantes: sentía que me licuaban los sesos, cabrón. Luego, a unas cajitas chiquitas donde apenas cabías estirada… aunque, siendo sinceros, todavía eran más grandes que muchas casas del INFONAVIT. Horas encerrada, sin mover el pinche rabo. Yo aguanté vara como la chingona que soy, pero por dentro pensaba: “Estos hijos de la chingada me van a matar por su pinche pleito con los gringos”. Como era la que menos berrinche hacía y mejor aguantaba, me eligieron. Me cambiaron el nombre y me pusieron Laika, para que sonara más bonito, más pop, más vendible.

Un día antes del lanzamiento, el Dr. Yazdovsky, ese culero que me entrenó, me llevó a su casa. Me dejó jugar con sus hijos, que me daban galletas y me rascaban la panza. El tipo me abrazó y me dijo algo al oído. Yo creo que me pidió perdón, el pinche hipócrita. Sabía perfectamente que me estaba dando un boleto sin regreso a la tumba espacial. Yo estaba entre el miedo y las ganas de morderle la mano, pero ni modo: mi destino ya estaba sellado por su vacío disfrazado de ciencia.

Me subieron al Sputnik 2, una lata mal hecha que parecía termo viejo de tianguis. La neta, los rusos no saben hacer nada bien: ni cohetes, ni carros, ni siquiera el vodka. El vodka bueno, el de verdad, es de Polonia. El despegue fue un infierno de ruido, vibración y presión. Todo temblaba como si se fuera a desarmar. Cuando por fin se calmó, ya estaba en el espacio, girando alrededor de la Tierra como en una feria sin frenos. El calor empezó a subir porque esos imbéciles hicieron mal el control térmico. Yo ya me estaba asfixiando del calor y del estrés, pensando: “¡Estos pendejos me van a cocinar viva!”.

Justo cuando ya estaba a punto de colapsar por la pinche calentura, se armó el desmadre verdadero. De repente apareció una luz puta madre de brillante frente a la cápsula y luego una nave gigantesca, plateada, mil veces más chingona que mi lata soviética. Sentí como si me hubieran prendido un aire acondicionado intergaláctico: el calor desapareció de golpe. La nave me jaló con un rayo tractor y, por primera vez desde que me habían capturado, sentí que me sacaban de la miseria.

La compuerta de mi ataúd espacial se abrió con un sonido elegante. Flotando ahí estaba un ser alto, delgado, con ojos enormes y negros. No habló con la boca: me habló directo a la cabeza, en mi idioma perruno, con telepatía. Me dijo que eran de una federación intergaláctica, que habían visto la pendejada que me hicieron los humanos y que venían a rescatarme de esos seres tan estúpidos y primitivos. Luego me preguntó, bien tranquilo, si quería irme con ellos.

Yo ni lo dudé, cabrón: “¡A huevo, sí me voy a la chingada de aquí!”. Pero antes de salir de esa cápsula de mierda, pedí un segundo. Tenía que dejarles un recuerdo a mis carceleros. Me agaché, hice un esfuerzo de puta madre… y solté un monumental cagadero dentro del Sputnik 2. Un festival de mierda flotando en gravedad cero. Mi último y más sincero regalo a la Unión Soviética. “Para que se acuerden de mí, culeros”, pensé con una satisfacción espiritual.

Me subí a la nave alienígena dejando el Sputnik 2 apestando a caca de perro espacial. Los aliens lo reprogramaron para que regresara solo a la Tierra, vacío y cargado con mi mensaje biológico. Así los rusos encontraron su cohete y creyeron que yo había muerto “dignamente”, sin saber que esa nave traía una pequeña pero muy olorosa muestra de mi desprecio.

Ahora vivo en un planeta que se llama Xylos-5. Aquí el clima es perfecto, hay bichos que parecen salchichas gigantes para perseguir y los aliens me tratan como una reina. Tengo un campo de juegos más grande que toda Rusia y puedo correr sin que nadie me amarre a una pinche lata.

Me salvaron, dejé mi cagada histórica y me convertí en una leyenda.