EL MÍO PINCHE CID: EL MERO VERGAS DE LA ESPAÑA MEDIEVAL
Había una vez un hijo de la chingada bien cabrón llamado Rodrigo Díaz de Vivar, alias el Cid Campeador, o como decimos por acá, “ese cabrón que te mete la espada hasta el pinche alma si te pasas de verga.”
Este güey no era cualquier pendejo: era una pinche máquina de hacer cagadero en la guerra. Lo respetaban hasta los perros, cabrón. Pero, como siempre, el pinche poder atrae envidia, y los pinches lambiscones del rey Alfonso VI, que era un culero de primera, empezaron a echarle mierda. Le dijeron: —“Mi rey, el Cid anda de hocicón, se burló de tu corona y hasta te aventó un pedo en la corte.”
Y el rey, que era medio pendejo y bien culón, sin preguntar nada le dijo: —“¡A la verga, pinche Rodrigo, lárgate de mi reino y no regreses hasta que me chupes el huevo!”
Y el Cid, con los huevos bien puestos y el pito más grande que la torre de Burgos, le respondió: —“¡A chingar a tu madre, Alfonsito! Ya verás cómo sin tu bendita corona voy a hacer más feria y conquistar más tierra que tú, pendejo.”
EL CID, LÍDER DE UNA BOLA DE PINCHES MALANDROS
Ahí va el Cid, con lo poco que tenía: su caballo chingón Babieca, su espada chula Tizona, y un puñado de vatos igual de jodidos pero listos pa’ romper madres. Juntó puro desmadroso, exmilitar, ladronzuelo, y hasta uno que otro pinche loco.
Y así, con su banda de inadaptados, se puso a reventar moros como si fueran piñatas. Cada ciudad que agarraba era una peda nueva, y cada pelea era un desmadre de cabezas rodando, sangre, y gritos como: —“¡Puto el que corra, hijos de su reputa madre!”
Hasta que se chingó Valencia, una ciudad grandota, bonita, y llena de gente que no lo quería… pero se la pelaron porque el Cid entró como si fuera el patrón del apocalipsis.
LOS INFANTES DE CARRIÓN: UNOS HUELEPEDOS DE PRIMERA
Ya con feria, fama y huevos del tamaño de castillos, el rey Alfonso se hizo el buena onda y le dijo: —“Perdón, carnal, ¿quieres que casemos a tus hijas con estos finolis, los Infantes de Carrión?”
Y el Cid, confiado, dijo: —“Va, pero más les vale tratarlas como reinas, o los hago cagar dientes.”
Pero los cabrones resultaron ser unos pinches nenitas lloronas, sin honor, sin huevos y con el pito chico. Se cagaron de miedo en una batalla (literal, les dio diarrea de la culera), y luego, como no pudieron con la presión de estar casados con viejas rifadas, las golpearon y las abandonaron como los mierdas que eran.
¡Peeeeero! El Cid no se quedó de brazos cruzados. Fue al pinche juicio medieval y les dijo: —“¿Así que pegaron a mis hijas, cabrones? ¡Pues vengan pa’ que les meta la espada por donde no les da el sol!”
Se armó una pinche batalla legal y luego una pelea a espadazos, y los Infantes salieron de ahí como lo que eran: unos mecos ridículos, con el culo roto y el honor más enterrado que su apellido.
UN CHINGÓN HASTA DESPUÉS DE LA MUERTE
Ya viejo, el Cid seguía rifando. Pero un día, la calaca le dijo: —“Órale güey, ya te toca.” Y el Cid, sin miedo, le respondió: —“A ver, hija de tu madre, llévame si puedes.” Y pum, se lo llevó.
Pero ni muerto lo podían parar. Los suyos, para espantar a los moros una última vez, lo amarraron a su caballo todo tieso y lo mandaron a la batalla, y los enemigos, al ver ese cadáver con cara de “te voy a partir tu puta madre”, salieron huyendo como ratas.
FIN DE LA HISTORIA
El Cid murió como vivió: rompiendo madres, escupiendo reglas, y con los huevos bien puestos. Hoy en día, si alguien te dice que eres “como el Cid”, no te está chuleando por educado, te está diciendo que eres un hijo de la chingada que no se deja ni de Dios.