El Pípila

La versión revisada.
literatura
biografía
Autor/a

Montse

Fecha de publicación

27 de mayo de 2025

Pinche día culero, cabrón. El cielo gris como sobaco de burro y el aire cargado de mentadas de madre, pólvora y olor a venganza. Los gachupines estaban encerrados en la Alhóndiga de Granaditas, cagados de miedo, como pinches ratas en tapanco de leña, cuidando sus costales de maíz y su pinche oro robado. Y ahí, entre el desmadre y los gritos, aparece él… ese hijo de la gran chingada que todos recuerdan como el Pípila.

Y yo… yo soy la losa, la pinche piedra perra que cargó en la espalda mientras se metía como kamikaze indígena al corazón del infierno. No cualquier pinche piedra, no señor. Yo vengo de linaje de obsidiana, del pedernal sagrado. Mi bisabuela fue la que partió el cráneo del primer pinche teporocho que quiso robarse un templo en Teotihuacán.

Entonces llega este cabrón, me amarra con un mecate bien pedorro, y me pone en su lomo como si yo fuera su pinche mochila escolar. Yo al chile pensé: “Este güey está loco o es un pinche dios, no hay de otra.” Y nos vamos. Balazos por todos lados, plomo más denso que caldo de frijol. Y el Pípila ni se agacha, güey. Yo recibiendo plomazos, sintiendo el calor, el madrazo, y este güey gritando: “¡Váyanse a la verga, gachupines culeros!”

Llega a la puerta, prende la pinche antorcha y ¡pum!, que se arma el cagadero. Llamas, humo, chillidos de españoles cagándose en sus calzones de lino fino. La puerta cruje, se abre y entramos al hocico del diablo.

Y entonces, cabrón… entonces pasó lo que ni en las crónicas de Sahagún se atrevieron a escribir: entre la ceniza, la sangre y el cagadero, el Pípila ve algo imposible. En medio del caos, iluminado por las llamas, está un pinche exoesqueleto ancestral, negro como la chingada y verde como el jade de un dios encabronado. Una pinche armadura mexica, de esas que mis abuelos piedra ya me habían contado en susurros cuando estaba en la cantera: “Hijo, algún día un cabrón encontrará la armadura que los mexicas usaban para partirle su madre a los quetzalcoatlus.”

Sí, güey. Quetzalcoatlus. Unos dragones de la prehistoria, unas bestias aladas tan pasadas de verga que hacían ver a un águila real como pinche perico. Y los mexicas no se rajaban: se trepaban estas armaduras de obsidiana mágica, alimentadas por el poder de sus dioses, y volaban a chingarse esas bestias en pleno cielo.

Y ese día, esa pinche leyenda se volvió carne. Porque el Pípila, con su sangre indígena corriendo como lava volcánica, se acercó a la armadura y esa madre reaccionó. Lo reconoció. Dijo: “¡Este güey es de los nuestros, es del pinche linaje!” Y en un parpadeo, la chingadera se le trepa, se le encaja, lo viste como si fuera el puto Huitzilopochtli con esteroides.

Y en ese momento, el Pípila dice: “¡A la verga la losa, chinga tu madre piedra pendeja!” ¡Y me avienta! ¡Así nomás! Yo rodando por el piso como si fuera pinche escombro cualquiera. ¡Culerísimo! “¡No mames, hijo de tu chingada madre! ¡Después de que me rifé contigo como escudo humano, me lanzas como si fuera pinche ladrillo barato del tianguis!” Estaba emputadísima, güey. Quería partirle su madre, pero pos… soy piedra.

Y mientras yo berreaba en silencio como piedra despechada, el Pípila convertido en pinche mecha mexica empieza a desmadrar gachupines como si fueran piñatas de cráneo frágil. Cada madrazo era un grito ancestral, una deuda cobrada, una patada en los huevos al virreinato. Los españoles lloraban, chillaban, se orinaban mientras volaban por el aire. Una puta masacre épica.

Y yo, rota, llena de polvo y coraje, veía todo pensando: “Este cabrón se convirtió en leyenda… pero qué poca madre.”

Cuando todo quedó en silencio, el Pípila miró sus manos, sus pies de obsidiana, su pecho de jade, y algo en su mirada cambió. Como si escuchara a los abuelos mexicas susurrando desde el Mictlán: “Este poder no es para los hombres… otra vez no.”

Se quitó el exoesqueleto, lo guardó en una cámara secreta bajo la Alhóndiga, sellado con sangre, sal y mentadas de madre, y juró que nadie más lo usaría.

Y yo… ahí me quedé. Toda puteada, abandonada, pero con una historia que ningún historiador con bata blanca y modales finos te va a contar.

Porque ese día, el Pípila no solo prendió fuego a la historia… también le mentó la madre, le rompió la madre, y la vistió con jade y obsidiana para hacerla eterna.

Y yo, la pinche losa… fui testigo, escudo, y luego basura. ¡Pero qué historia, cabrón! ¡Qué pinche historia!