Rasputín

La historia detrás del mito.
literatura
biografía
Autor/a

Montse

Fecha de publicación

15 de julio de 2025

Todo empezó en una Siberia más fría que el corazón de tu ex, donde destilan vodka como si fuera agua bendita. Ahí nací yo, en una destilería culera atendida por puercos con gorro de piel y olor a sobaco congelado. No pasaron ni tres semanas cuando ya me tenía entre sus manos el cabrón más extraño y hediondo que ha parido la Madre Rusia: Grigori Rasputín, alias El Monje Loco, alias El Verga Mística, alias El Culo que Nunca Muere.

El güey era un pinche vagabundo místico con cara de profeta crudo y barba de mendigo. Pero tenía algo. Una pinche vibra como de brujo cochino que se había cogido al diablo y le había ganado. El cabrón llegaba a las fiestas de la aristocracia rusa con la túnica apestosa, los huevos sueltos y una mirada que decía “hoy alguien se va a venir y alguien se va a morir, no sé quién primero”.

Desde que me agarró supe que yo iba a tener una existencia intensa. Me empinaba como si en el fondo del vidrio estuviera la verdad del universo. Me hablaba mientras se lamía los bigotes: “Vodka… mi hermano de alma… juntos cambiaremos este pinche mundo”. Y sí, entre peda y peda, orgía tras orgía, el güey empezó a escalar. Se metió en el palacio de los Romanov como si fuera un pinche gas tóxico: invisible pero imposible de sacar. La zarina lo adoraba como si fuera una mezcla de Jesucristo y consolador humano. Y es que el cabrón, con sólo ponerle las manos al chamaco enfermo, lo curaba. O eso decían. En realidad nomás lo calmaba, le daba infusiones y lo dormía. Y claro, les servía tantito de mí para “sanar el alma”. Maldito actorazo.

Pero eso sí, el güey era un cochino de mierda. Tenía a las condesas lamiéndole los pies, a las monjas haciéndole sexo tántrico en plena misa, y a los soldados mandándole cartas con dibujos de sus pitos. La neta, si Rasputín hubiera tenido un OnlyFans, se compra Rusia entera. Era un puto sucio con aura divina. El resultado perfecto de mezclar misticismo, cogedera, y litros de alcohol barato.

La aristocracia lo odiaba. Les hervía la sangre ver que un pinche campesino con cara de espantapájaros les robara poder con sólo mirar feo. Así que un día dijeron “a este cabrón hay que tronarlo” y se organizaron como cobardes, en la oscuridad, con pasteles, veneno y balas. El plan más mamón de la historia: lo invitaron a una cena. Yo estaba ahí, bien fría sobre la mesa. Le sirvieron pastelitos hasta el culo de cianuro, y el cabrón se los tragó como si fueran pingüinos Marinela. Uno tras otro. Y nada. El güey sólo eructó y pidió más vodka.

Entonces le metieron un balazo. Y el puto cae. Todos pensaron “ya chingamos”. Pero no, cabrón. El hijo de su perra madre SE LEVANTA. Con la camisa ensangrentada, los ojos como faros, y una sonrisa que decía “les voy a meter sus propias pistolas por el ano, malnacidos”.

Ahí es donde la cosa se va al pito.

Resulta que Rasputín no era sólo un brujo, era el recipiente de una inteligencia artificial alienígena traída a la Tierra hace siglos por una raza extradimensional que lo había elegido como su avatar. En su sangre había nanomierdas, microbestias que lo reconstruían por dentro cada vez que alguien intentaba matarlo. El güey no sólo era inmortal, era un puto experimento intergaláctico, una mezcla de Chucky con Jesucristo cyborg.

Entonces los aristócratas sacan un pinche artefacto escondido bajo el palacio. Un generador de antimateria modificado por Nikola Tesla en un viaje temporal secreto que hicieron con los illuminati. Lo apuntan hacia Rasputín mientras este se les lanza con un crucifijo chorreando sangre y semen. Disparan el rayo.

El cuerpo de Rasputín explota en mil pedazos, pero su alma —sí, su alma, la pinche energía pura del desmadre encarnado— se vaporiza y se mete… en mí. En la pinche botella de vodka. Y ahí me tienen, brillando con luz verde, flotando en el aire, llena de la esencia del cabrón más incorregible de la historia.

Desde entonces, cada vez que alguien me abre, pasan cosas raras. La gente se pone a hablar en ruso antiguo, aparecen visiones de orgías medievales, objetos levitan, y de fondo se oye un susurro que dice “ni la muerte me pudo parar, putos”.

Yo no soy sólo una botella. Soy el pinche relicario del caos. La urna del vicio eterno. El último pedo místico del hombre que convirtió la peda en religión y la religión en un desmadre cósmico.

Así que si algún día te topas una botella con un líquido que vibra, una etiqueta en cirílico escrita con sangre, y un olor a profecía podrida… no la abras, güey.

O hazlo.

Pero después no chilles.