Bajo la Ciudad

Nadie te escuchará gritar.
literatura
cuento
Autor/a

Montse

Fecha de publicación

2 de marzo de 2025

Las alcantarillas de la Ciudad de México son un laberinto antiguo, lleno de secretos que pocos se atreven a explorar. Entre las sombras y los pasadizos inundados, hay cosas que la gente prefiere ignorar. Pero cuando llegó el reporte, dos empleados del alcantarillado, Miguel y Ernesto, fueron enviados a investigar.

Era una noche húmeda y densa. Las lluvias recientes habían hecho crecer el hedor a podredumbre, y el sonido del agua goteando resonaba en la distancia. Se les había informado de ruidos extraños en una sección específica del drenaje profundo, donde pocos trabajadores se atrevían a ir.

—Seguro son ratas o algún vagabundo perdido —dijo Ernesto, ajustando su linterna.
—Ojalá —respondió Miguel, revisando su equipo.

Descendieron por una escalinata de metal oxidado, sintiendo el aire espeso y caliente. El sonido del tráfico sobre sus cabezas se desvanecía a medida que se adentraban en la oscuridad. Sus botas chapoteaban en el agua sucia, y pronto la luz de la superficie quedó atrás.

Después de veinte minutos de caminar en línea recta, llegaron al área del reporte. Algo estaba mal. La estructura del túnel parecía más vieja, con inscripciones grabadas en las paredes que ninguno reconocía. No eran marcas de los trabajadores, ni grafitis recientes. Eran símbolos arcaicos, tallados en piedra húmeda.

—¿Has visto esto antes? —preguntó Miguel, pasando la mano sobre una de las inscripciones.
—Ni idea. Pero no me gusta nada.

De pronto, un sonido los congeló. Un lamento profundo y gutural, como si algo enorme estuviera respirando en la oscuridad.

—¿Escuchaste eso? —susurró Ernesto, con la linterna temblándole en la mano.
—Sí. No estamos solos aquí.

Siguieron avanzando con cautela, pero pronto se dieron cuenta de algo más inquietante. El nivel del agua había bajado drásticamente. El suelo de los túneles estaba seco y cubierto de una sustancia viscosa y oscura. Olía a sangre y descomposición.

Las luces de sus linternas captaron algo en la distancia. Un montón de huesos, apilados como si alguien—o algo—los hubiera recolectado. Algunos eran de animales, pero otros, sin duda, eran humanos.

—¡Nos largamos de aquí! —exclamó Ernesto, dándose la vuelta.

Pero en ese momento, un sonido indescriptible surgió de la oscuridad. Un gruñido profundo, acompañado de un eco húmedo, como si algo estuviera arrastrándose entre los túneles.

Las linternas parpadearon. Algo se movía más adelante, una silueta alta y encorvada, con extremidades antinaturalmente largas. Sus ojos no reflejaban la luz, pero su presencia se sentía como un peso sobre sus pechos.

—Corre —susurró Miguel.

Y corrieron.

El túnel parecía más largo de lo que recordaban. Sus pisadas resonaban en el agua, y el sonido de algo persiguiéndolos crecía a cada segundo. Detrás de ellos, el ser emitió un chillido espantoso, un sonido que perforó sus oídos y retumbó en sus cráneos.

Ernesto tropezó y cayó de bruces en el agua. Miguel se giró para ayudarlo, pero su linterna reveló algo que lo dejó helado. La criatura ya estaba sobre ellos.

Era más alta de lo que parecía antes, con una piel gris y húmeda que se fusionaba con las sombras. Sus manos terminaban en garras filosas, y su boca… su boca era una grieta vertical llena de dientes como agujas.

Miguel no pudo reaccionar. La criatura se abalanzó sobre Ernesto y lo tomó del cuello, levantándolo con facilidad inhumana. Ernesto gritó, pataleó, pero la bestia lo hundió en el agua inmunda.

Miguel retrocedió, con el corazón latiéndole en la garganta. El agua burbujeó con los desesperados movimientos de su amigo. Por un momento, Ernesto logró sacar la cabeza, sus ojos desorbitados suplicando ayuda. Pero algo lo arrastró con una fuerza brutal y desapareció en la negrura.

Silencio.

Miguel sintió que su cuerpo se congelaba de terror. El túnel estaba en calma otra vez, como si nada hubiera pasado.

Dio un paso atrás.

Y otro.

Entonces, el agua explotó.

La criatura emergió de golpe, pero esta vez tenía un nuevo rostro. El de Ernesto. Su piel se estiraba sobre la forma monstruosa, su boca moviéndose en una mueca de agonía.

Miguel gritó y corrió con todas sus fuerzas. Las sombras parecían moverse a su alrededor, el túnel se retorcía como si estuviera vivo.

Por fin, vio la escalera de metal que los había traído hasta allí. Se lanzó hacia ella y trepó, sin atreverse a mirar atrás. El sonido de algo subiendo tras él lo hizo acelerar, ignorando el dolor en sus músculos.

Con un último esfuerzo, salió de la alcantarilla y rodó sobre el pavimento.

La tapa del drenaje tembló por un segundo, pero nada salió.

Miguel se quedó en el suelo, jadeando, con la mente en blanco.

Cuando llegaron los paramédicos y los oficiales de la ciudad, encontraron a Miguel en estado de shock. No podía hablar, solo repetía en voz baja:

—No es agua. No es agua. No es agua.

Nadie creyó su historia. Dijeron que su compañero simplemente se perdió en los túneles y que el estrés lo había afectado.

Pero Miguel sabía la verdad.

Sabía que, bajo la ciudad, algo antiguo seguía acechando.

Esperando.