El Arca

Un hard-reset bíblico.
literatura
cuento
Autor/a

Montse

Fecha de publicación

9 de abril de 2025

¿Quieren saber por qué los ahogué?

Porque me tenían hasta la verga.
Hasta el infinito de mi ser reventándome en furia.
Yo, el Todo, el que parió el universo de un pinche estornudo, hice al hombre. Lo moldeé con mis dedos llenos de luz. Les di la chispa. El aliento. Mi fuego.

Y qué hicieron los culeros.

Se cogieron todo.
Mataron a todo.
Se rieron de todo.
De mí.

Festejaban su hediondez como si fuera virtud.
Se empinaban a los débiles. Bebían de cráneos. Se arrancaban la ropa para rezar con los dientes envenenados de mentira. Jugaban a ser dioses sin saber ni siquiera ser humanos.

Cada día me llamaban entre gemidos falsos. “¡Dios mío!”, gritaban mientras apuñalaban, mientras violaban, mientras escupían sobre lo sagrado. Me usaban como escudo. Como muletilla. Como excusa. “Dios me lo permitió”.
¡Yo no les permití ni mierda!

Estaba harto. Asqueado. Asfixiado por su pestilencia.
Y dije: “A la chingada todo. Los borro.”

Pero no a todos.
Uno…
Noé.


Noé era una pinche anomalía. No era santo, no era mártir, no era chingón.
Era real.
Tenía miedo.
Y eso bastaba.

Le dije: “Te va a cargar la verga a todos menos a ti. Hazte una pinche arca. Un monstruo de madera, de clavos y sudor. Métele tu familia y una bola de bestias. Porque lo que viene no es lluvia: es exterminio”.

Y el cabrón, sin chistar, se puso a construir.
Y los otros…
Jajajaja.

Lo veían martillar y le decían loco, le gritaban que chingara a su madre, que su dios era una broma, que si quería les prestaban su pito para que lo remachara en el techo del arca.

Se orinaban cerca. Le tiraban mierda. Le aventaban fetos muertos.
Y aún así, Noé seguía.
Cada golpe de martillo era un aviso.
Cada tabla era un ataúd para el mundo.


Entonces… solté el infierno.

No agua. Rabia líquida.
El cielo se desgarró como un útero podrido. Llovió con furia, con odio, con vómito celestial.
Los mares crecieron como si quisieran tragar el pecado.
Los ríos gritaban.
El viento mordía.

La tierra se volvió fango y cadáver.

Los culeros corrieron, claro.
Siempre corren cuando huelen a muerte.
Fueron al arca, se hincaron, suplicaron:

—“¡Noé! ¡Ábrenos! ¡Mis hijos! ¡Mi vieja! ¡Diosito ya me arrepentí, por favor!”

Ya era tarde, hijos de perra.
Esa puerta estaba cerrada con mi furia, con el cerrojo de la sentencia.
La golpearon hasta partirse los dedos.
Chillaban como cerdos.
Se abrazaban entre vómito y lodo.
Le ofrecían sus bebés al cielo como si fueran ofrendas de última hora.

Y yo los miraba.
Tragarse su miedo.
Romperse.
Convertirse en lo único sincero que habían sido jamás: carne y terror.


Adentro, Noé temblaba.
No de frío. De saber.
De entender.
Que ser elegido no es privilegio, es maldición.

El arca flotaba entre la muerte.
El mundo era un cementerio líquido.
Los que no se ahogaban se reventaban contra piedras.
Los niños flotaban como muñecos rotos.
Y los animales… los animales miraban sin entender por qué el cielo les cagaba encima.

El hedor adentro era insoportable: mierda, sangre, desesperación.
Pero al menos respiraban.

Yo los dejé ahí. Cuarenta días.
No por capricho.
Porque quería que escucharan cada grito.
Cada burbuja.
Cada golpe de un cuerpo ahogado contra la madera.


Cuando la tierra tragó de nuevo las aguas, Noé salió.
Y lo primero que hizo no fue besar el suelo.
Fue matarme un animal.
Quemarlo.
Y alzar el humo hacia el cielo como diciendo:
“Esto es lo que queda. ¿Te gusta?”

Y sí. Me gustó.
Porque era crudo.
Porque olía a intestino y culpa.
Porque no era para darme gracias, sino para decirme que él entendía lo que hice.

Después se emborrachó. Se tiró desnudo. Se cagó encima.
Y lo vi.
Lo amé más así que cuando estaba sobrio.
Porque era verdad pura.
Era la humanidad, sin máscara.


Les dejé un arcoíris.
No por tierno.
Por sádico.

Para que cada vez que lo vean recuerden:
“Aquí hubo un dios que los ahogó como ratas.”
Que no crean que no lo volvería a hacer.
Que no crean que se salvaron por ser buenos.

Se salvaron porque me dio la gana.
Porque uno, solo uno, bajó la cabeza sin hacerse el chingón.

Y aún así…
volverán a cagarla.
Y yo estaré mirando.
Y cuando me harté otra vez…

No será con agua.
Será con fuego.
Con uñas.
Con hambre.
Con el olvido mismo.

Yo soy Dios.
No el que perdona.
El que revienta.
El que siembra y quema.
El que cuando escupe…
te desaparece.