El Juicio

Crimen y castigo.
literatura
cuento
Autor/a

Montse

Fecha de publicación

20 de abril de 2025

En el poblado de El Tule, Sonora, el aire quema, incluso de noche.
Las calles son cicatrices de tierra cuarteada y las casas parecen estar siempre a punto de desplomarse.
El viento no trae alivio: solo polvo, espinas y el rumor de que aquí nada bueno espera a nadie.
Los forasteros que llegan, si tienen suerte, se van pronto.
Si no… se quedan, aunque no quieran.

En el centro, bajo la sombra deformada de una capilla de adobe, reposa San Arcadio, una estatua pequeña, de bronce viejo y brillo traicionero.
Cuentan que, hace décadas, un cacique gobernaba estas tierras con látigo y fusil, arrancando vidas y cosechas con el mismo gesto.
Hasta que una noche, mientras caminaba solo, un jornalero lo destrozó a machetazos.
Su nombre era Arcadio.
Después del crimen, caminó por las vías del tren y el horizonte se lo tragó para siempre.

Meses después, un herrero tuerto, de manos negras y piel marcada por el fuego, fundió las riquezas del cacique junto con el machete oxidado, endurecido por sangre seca.
De ese metal nació San Arcadio.
Desde entonces, el pueblo lo protege de manos sucias, y él protege al pueblo de todo lo demás.
Es un pacto, y en El Tule, los pactos se cumplen.
Siempre.

Tres días atrás, un forastero llegó a pie.
No bebió en la cantina, no se sentó en la plaza.
Observaba, como un perro flaco que huele carne.
Preguntaba demasiado.
Sabía que, en el cambio de veladores, San Arcadio quedaba solo.
Y esa noche, lo intentó.

Entró a la capilla.
El aire estaba denso, cargado de cera vieja y polvo amargo.
Tomó la estatua con ambas manos.
Al principio, liviana, fría.
Dio un paso.
Otro.
A la tercera zancada, el bronce empezó a pesar como plomo.
A la quinta, estaba tan caliente que le quemaba las palmas.
A la octava, el olor a piel chamuscada empezó a mezclarse con el incienso rancio.
Intentó soltarla, pero el metal ya se le había pegado a la carne.
No llegó a cien pasos antes de caer de rodillas, gritando como un animal.

Las campanas de la capilla sonaron huecas, como si anunciaran entierro.
Las casas vomitaron gente armada con machetes y antorchas.
Lo encontraron cerca de las nopaleras, abrazando a San Arcadio como si fuera un hijo muerto.

Una anciana se le plantó enfrente, le arrancó la estatua y, antes de irse, le escupió en la cara.
El forastero cerró los ojos, tragando polvo y saliva ajena.
Los hombres lo sujetaron y lo arrastraron hacia el pueblo… no por el camino corto, sino por el largo, el que pasa por la escuela, las casas y el molino.
La gente miraba en silencio, con la misma expresión cansada de quien ya ha visto esto demasiadas veces.
Porque en El Tule, siempre hay otro que cree que puede burlar el pacto.

En la plaza, el padre Teodoro los esperaba.
Recibió la estatua como se recibe a un muerto, con las manos firmes y la mirada baja.
Sacó un pañuelo y comenzó a limpiarla despacio, sacando el sudor y la sangre como si fueran mugre común.
El forastero temblaba, con los pantalones empapados.

—Por favor… no me hagan daño.
—No sabía lo que era, lo juro…
—Me dijeron que si no lo hacía, matarían a mis hijos…

El padre no respondió.
Cuando terminó, lo miró a los ojos y habló con voz seca.

—Que San Arcadio te juzgue.

Los hombres lo llevaron a las vías.
Lo amarraron con los brazos extendidos, la cabeza erguida, la mirada vacía.
Un Cristo más, esperando su castigo.

Primero uno comenzó a rezar; después, se le unieron el resto:

San Arcadio, hierro y sangre, escucha.
Toma su aliento y su fuerza.
Que no cruce las puertas del cielo ni las del infierno,
hasta que tú decidas dónde pudrir su alma.

El forastero gritó hasta que se le quebró la voz.
El tren comenzaba a dibujarse sobre el horizonte: una bestia fría, de metal, que siempre llega a tiempo.
Su silbato cortó el aire, su paso no se detuvo.
El metal bebió carne y hueso, fundiéndolo con las vías.
Pero ese no es el final, solo el comienzo de un largo viaje,
donde el alma del condenado se encontrará con San Arcadio para su juicio final.

La estatua volvió a su altar.
Y en El Tule, cada vez que el tren atraviesa la noche, todos recuerdan que San Arcadio sigue ahí: mirando, protegiendo… y juzgando.