Enrique

No te tocaba, carnal.
literatura
cuento
Autor/a

Montse

Fecha de publicación

27 de febrero de 2025

Enrique siempre decía que su trabajo en el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) era aburrido. Su rutina consistía en visitar pueblos, encuestar a las personas sobre temas cotidianos y regresar a casa. Pero un día, su labor lo llevó a un rincón olvidado en la sierra de Guerrero, donde presenció horrores que ni la peor de sus pesadillas podría haber imaginado.

El viaje comenzó con una serie de advertencias. Los pobladores cercanos le dijeron que no subiera a aquel pueblo, que nadie iba allí y que los pocos que lo hacían nunca regresaban. Enrique, con su escepticismo citadino, se rió de los rumores. “Puras leyendas”, pensó, y continuó su camino en una camioneta vieja que le prestaron en la oficina.

Cuando llegó al pueblo, lo recibió un silencio antinatural. Las casas de adobe y madera parecían abandonadas, aunque algunas aún tenían rastros de vida: puertas entreabiertas, humo saliendo de chimeneas y ropa tendida en alambres oxidados. Pero no se veía ni un alma. Enrique avanzó con cautela, libreta en mano, buscando a alguien que pudiera responder sus preguntas.

De pronto, un anciano apareció de la nada y lo miró con ojos vidriosos. “No debiste venir”, le dijo con voz temblorosa. Enrique intentó explicarle su propósito, pero el hombre solo murmuró: “Ellos te vieron. Ya es tarde” y desapareció en una de las casas.

El encuestador sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Siguió caminando y encontró a una mujer mayor que lo miraba desde una ventana. Se acercó y le preguntó si podía hacerle unas preguntas. La mujer negó con la cabeza, cerró las cortinas y susurró: “Corre”.

Enrique empezó a inquietarse. Regresó a la camioneta, pero antes de arrancar, vio algo entre los árboles. Eran figuras humanas, altas y delgadas, con extremidades anormalmente largas y cabezas ladeadas como si no entendieran su presencia. No tenían ojos, solo hendiduras negras en sus rostros.

El pánico se apoderó de él. Intentó encender el motor, pero el vehículo no respondía. Miró de nuevo y las figuras estaban más cerca. Una de ellas estiró un brazo hasta tocar el capó de la camioneta. Enrique gritó, salió del auto y corrió hacia el pueblo. Golpeó puertas, pidió ayuda, pero nadie le abrió.

Desesperado, se escondió en una vieja iglesia abandonada. Desde una rendija de la puerta vio cómo las figuras lo buscaban, moviéndose en espasmos, como si sus cuerpos no obedecieran las leyes naturales. Los susurros llenaron el aire, un murmullo incomprensible que se filtraba en su mente.

Entonces, los vio. Los verdaderos horrores. Los cadáveres colgados en los árboles, cuerpos desmembrados con rostros congelados en expresiones de terror absoluto. Enrique entendió que el pueblo no estaba vacío. Sus habitantes estaban allí, atrapados entre la vida y la muerte.

Una mano huesuda se apoyó en su hombro. Giró lentamente y vio al anciano que lo había recibido. “No hay escapatoria”, murmuró antes de que una sombra envolviera a Enrique.

A la mañana siguiente, la camioneta apareció sola en la carretera. El asiento del conductor estaba vacío, pero la libreta de encuestas de Enrique estaba allí, manchada de sangre y con una última frase escrita en tinta temblorosa:

“Ellos no dejan ir a nadie”.