El Hambre Antigua

Todos debemos hacer sacrificios.
literatura
cuento
Autor/a

Montse

Fecha de publicación

26 de abril de 2025

Nadie recuerda cuándo empezó.
Ni los más viejos del pueblo, esos que caminan encorvados como raíces secas, pueden decir el origen.
Sólo saben que, desde siempre, así ha sido.

Aquí, donde los cerros respiran neblina y el suelo tiembla a veces sin motivo, todo vive bajo la mirada de la tierra.
Los ríos bajan con voces antiguas, y los árboles crujen como si sus ramas recordaran cosas que los hombres han olvidado.
Las casas de adobe se aferran al barro como nidos cansados, y el aire huele a leña, a humedad, a memoria.

Una vez al año, cuando el sol se detiene en lo alto y las cosechas están por decidir si mueren o prosperan, el pueblo se reúne en la plaza.
No hay música.
No hay palabras.
Solo una certeza que pesa como piedra en la espalda: la tierra quiere algo a cambio.
Y no se le niega.

No hay documentos, ni decretos, ni sacerdotes.
Sólo el gesto lento de los ancianos, que una mañana señalan a alguien con el índice.
No explican.
No dudan.
Y nadie lo impide.

Yo estaba ahí, entre la multitud.
Mi madre rezaba en voz baja, como lo hacía cuando mi padre salía a cazar.
Mis hermanos corrían entre las piedras, ajenos todavía al peso de las cosas.
Yo sostenía un cántaro.
Mi padre estaba de pie junto a mí, callado, como si ya supiera lo que iba a pasar.

Cuando los ancianos cruzaron la plaza, el silencio fue absoluto.
Los vimos avanzar como si arrastraran siglos.
El más viejo —el de los ojos como obsidiana apagada— levantó la mano.

Y me señaló.

Mi madre se dejó caer sobre sus rodillas.
Mi padre no se movió.
Sólo bajó la cabeza.
Y yo… yo no lloré.
No corrí.
No grité.

Sabía que nadie lo haría por mí.

Me untaron la frente con ceniza.
Me desnudaron frente a todos.
Y me llevaron.
Pierdo el conocimiento.

No sé cuánto tiempo llevo aquí, atado a este pedazo de árbol muerto.
El sol me ha partido la piel y las moscas, esas bestias pequeñas, han hecho fiesta en mis heridas.

Dicen que así se abren los caminos para la cosecha.
Que la tierra, hambrienta y vieja, exige carne antes de dar su fruto.

El tronco al que estoy amarrado es negro, antiguo.
Dicen que fue alcanzado por un rayo hace generaciones, y que desde entonces se volvió hueco por dentro.
Dicen que escucha.

Dicen también que lo que viene a buscarme no es hombre ni bestia.
Unos murmuran que es hijo de los dioses, desterrado a estas montañas para castigarnos.
Otros, más viejos, apenas susurran “nahual” y se persignan rápido, como si eso los pudiera salvar.

Yo he oído historias en la noche.
Dicen que camina como hombre, pero su sombra es demasiado larga. Que huele a cobre y a madera podrida.
Que sus ojos son dos brasas húmedas en la oscuridad.

Ahora lo espero.
Atado.
Cubierto de fruta fermentada que atrae a los bichos.
Ofrecido.

Y cuando cae la noche, lo oigo.

Primero, un rumor en el monte, como viento sucio que acaricia las hojas.
Después, el crujido de las ramas, el chasquido de pezuñas mojadas en barro.
Mi cuerpo tiembla, sí, pero no de miedo: de emoción.

Lo veo salir de entre los árboles: una figura encorvada, deforme, mitad hombre, mitad algo que nunca debió caminar sobre esta tierra.
Su piel brilla bajo la luna, húmeda y agrietada como la de un lagarto.
Sus ojos… oh, sus ojos son pozos de fuego, y en ellos veo reflejado todo el dolor y toda la gloria de mi gente.

Se acerca lento, saboreando el momento.
Su boca, un tajo negro, se abre y un sonido gutural me atraviesa el pecho.
No es un rugido.
Es algo más antiguo. Más sagrado.

Yo no bajo la mirada.
No lloro.
No ruego.

Abro el pecho con mi propio orgullo.

Soy el alimento.
Soy el puente.
Soy la semilla.

El ser me rasga la carne con sus manos ganchudas, arrancando trozos de mí como si recolectara fruta madura.
Cada herida arde como el beso de un dios.
Cada gota de sangre que cae al suelo canta una canción que sólo nosotros, los elegidos, podemos entender.

Y yo río.
Río mientras mi cuerpo se deshace, mientras mis huesos crujen como cañas secas.
Porque sé que gracias a mí, vendrán las lluvias.
Las mazorcas engordarán como vientres felices.
Los niños tendrán pan en las manos.
Los viejos tendrán pulque en sus bocas agrietadas.

Mi sacrificio no es una condena.
Es un honor.

Cuando amanece, lo que queda de mí son jirones esparcidos entre las raíces del tronco.
El ser ya no está.
Sólo queda el silencio, grueso y pesado, como una bendición.

Los ancianos vendrán pronto.
Recolectarán mis huesos.
Me sembrarán entre las milpas.

Y cuando la cosecha levante su marea dorada, cuando el pueblo cante y el humo del copal se eleve en espirales al cielo, yo estaré en cada grano, en cada mordida, en cada canción.

Mi madre llorará en silencio mientras amasa la tortilla que lleva mi espíritu.
Mis hermanos crecerán sin preguntarlo en voz alta, pero sabrán.
Mi padre alzará la mirada al cielo cuando llueva, y dejará que el agua le escurra por la cara.
Como una disculpa. Como un perdón.

Yo seré la tierra.
Yo seré el maíz.

Y mi nombre, aunque olvidado por las bocas, vivirá para siempre en sus entrañas.