El Patito Feo

La belleza es interna.
literatura
cuento
Autor/a

Montse

Fecha de publicación

14 de febrero de 2025

El Comienzo

Había una vez, en una charca culera y tibia como meados de perro, un huevo que nadie quería. De ese huevo salió algo torcido. Chueco. Feo. Pero no feo de simpático —feo de neta, de esos que te incomodan solo con existir. Era gris, mal formado, y con una mirada que parecía arrastrar dos vidas antes de romper el cascarón.

Los demás patitos, bien pendejitos, lo veían raro. No lo golpeaban ni lo empujaban, pero aplicaban el bullying pasivo: cuchicheos, risitas en corto, miradas que apestan. Le decían “raro” y le hacían el feo como si fuera una enfermedad que se pega.

Y lo peor: su madre nunca hizo ni madres. Ni un consuelo. Ni una palabra. Solo lo parió y lo dejó ahí, como quien deja crecer la maleza porque no vale la pena arrancarla.

Pero el Patito no era solo feo. Estaba mal de la cabeza. Tenía el cerebro lleno de ruido, como si viviera con el volumen del odio al máximo. Y esas miradas, esos murmullos, esos silencios… le calaban. Le calaban hondo. Como astillas invisibles bajo la piel.

Hasta que un día se fue.

Sin lágrimas. Sin gritos. Solo se largó. Se autoexilió al lodo, al frío, al olvido.


Renacimiento

Pasaron los años.

El patito sobrevivió comiendo mierda y escupiendo sueños rotos. Solo. Hablando con el eco. Desconfiando hasta de su sombra. Pero no se murió. Porque algo en él sabía que esto no era el final. Que no podía serlo.

Y un día, pasó.

Se asomó al reflejo de un lago nuevo. Y no mames.

Ya no era un patito.

Era un cisne.

Pero no uno de postal. No uno de cuento. Era un cisne imponente, brutal, de belleza tan exacta que dolía mirarlo. La clase de belleza que solo existe en los que ya no tienen alma, solo hambre.

Los demás cisnes lo miraban con respeto. Con deseo. Con miedo.

Pero él no había olvidado nada.


El Regreso

No buscó paz. Buscó aliados.

Con palabras suaves y miradas duras, les metió fuego en la cabeza: que el mundo era injusto, que habían sido domesticados, que era hora de romper la jaula. Les vendió la furia como herencia. Y los cisnes —hermosos, rencorosos, rotos— lo siguieron.

Volaron con él de regreso a ese pantano de mierda donde lo odiaron, lo ignoraron, lo dejaron pudrirse.

Ahí estaban los patos. Gritones. Torpes. Felices. Como si nada hubiera pasado.

Y entonces empezó la masacre.

Los cisnes descendieron como ángeles oscuros. Picotazos. Aletazos. Cuellos rotos. Ojos arrancados. Sangre caliente burbujeando en el agua. Un pinche ballet de violencia. Hermoso y asqueroso.

El Cisne fue por los que lo marcaron. Uno por uno.

—¿Te acuerdas de mí? —decía antes de partirles la madre.

Al último lo hundió en el agua, mirándolo a los ojos mientras se ahogaba.

Y cuando ya no quedaba nadie de pie, el Cisne subió a una piedra. La misma donde una vez lo empujaron al lodo.

Gritó:

—¡Este pantano de mierda ahora es nuestro!

Y los cisnes lo vitorearon como a un emperador.


El Último Silencio

Entonces la vio.

Su madre.

Había estado ahí todo el tiempo. Como siempre: mirando sin hacer nada. Vieja, arrugada, carcomida por la indiferencia.

Él bajó.

Los demás se hicieron a un lado. Sabían que esto no era guerra. Era ajuste de cuentas.

Ella lo miró. Sin miedo.

—Te volviste hermoso —dijo.

—¿Por qué nunca dijiste nada?

—No creí que importaras tanto.

Eso fue todo.

Él la abrazó con ternura. Como un hijo que se despide. Como un mártir que cierra su historia.

Y con un movimiento lento, casi amoroso, le clavó el pico en la garganta.

No gritó. No lloró. Solo se apagó. Como una vela olvidada.

La dejó flotar sobre el agua teñida de rojo. No por odio. Por justicia poética.


Cierre

Ahora era su pantano.

El trono del que lo echaron era suyo.

No quedaban bullies. No quedaba madre.

Solo él y su ejército de cisnes hermosos y rotos, bailando sobre la ruina de los que una vez lo vieron feo.

Pero en su mirada no había victoria.

Solo silencio.

Un silencio que ni toda la sangre pudo llenar.