Ricitos de Oro

No te metas a la casa de los ositos.
literatura
cuento
Autor/a

Montse

Fecha de publicación

30 de mayo de 2025

Ricitos de Oro, o como se hacía llamar en redes, “Golden Queen”, era una pinche influencer mamona, de esas que no cagan si no es en baño de mármol con luz de neón y velas de lavanda importadas. Se creía la gran verga porque tenía miles de seguidores, hacía lives llorando por el Amazonas y tomaba café orgánico de 180 pesos la taza, pero jamás había pisado más allá del periférico si no era para ir al aeropuerto.

Un día se le ocurrió la idea más pendeja del mundo: ir a “documentar la vida real”. Así, sin más, como si el mundo fuera su set de grabación y la gente, extras sin sueldo. Agarró su celular carísimo, se maquilló hasta parecer estatua de cera, se puso una chamarra de diseñador que decía “POBRE PERO SEXY” y se lanzó a Ecatepec. Según ella, “a vivir la experiencia del México profundo”. Chingas a tu madre, Golden Queen.

Llegó con su séquito: el maquillista jotito, la amiga que nada más decía “wey” y un cabrón que cargaba la luz ring. Obvio pidió que la dejaran unas calles antes, porque “quería caminar como la banda”. La banda mis huevos: iba grabando cada pinche esquina como si estuviera en Jurassic Park. Que si los puestos de garnachas eran arte urbano, que si los niños jugando con una llanta eran “resiliencia viva”, que si el calor olía a lucha social.

Y de repente ve una casa con la puerta abierta. Una pinche casa normal, de esas con paredes de bloc, una tele de las de culo y un altar con la Virgen. Cualquier persona normal se asoma con respeto o le saca la vuelta. Pero no esta cabrona. No. Esta se mete como si fuera Airbnb.

Adentro no había nadie. La cocina tenía tres platos de pozole en la mesa. Uno bien picoso, uno tranqui y otro sin chile. Y esta pendeja, con su voz de fresita fingida, agarra la cuchara y empieza a probar. Se chingó el segundo plato completo, sorbiendo como puerquita, diciendo que “sabía a lucha”, que “esto es México puro”, que “esto sí es real food, wey”.

Luego empezó a grabar la sala. Que la cobija del tigre, que el cuadro de San Judas, que el florero hecho con un bote de Cloralex. Todo lo narraba como si estuviera en una puta expedición de National Geographic: “oh my god, esto es tan crudo, tan hermoso…”.

Se metió al baño y ahí se puso una mascarilla de las suyas, se sentó en el excusado y grabó un TikTok diciendo: “Skincare de barrio, sin filtros, sin lujos, solo yo y el alma de México”. La muy cabrona se creyó Frida Kahlo con WiFi.

Después se metió a una de las habitaciones. Tres camas: una con sábanas del América, otra con cobija San Marcos de lobo y otra de Hello Kitty. Obvio eligió la de Kitty, porque “es más cute para mis stories”. Se acostó, se acomodó el aro de luz y se puso a grabar un video diciendo: “Estoy aquí vibrando bajito, rodeada de historia y esfuerzo”.

Y mocos. Se quedó dormida. Como si fuera su casa. Como si no estuviera invadiendo la pinche privacidad de una familia que seguro andaba en chinga buscando ganarse el pan.

La despertó un gruñido. Frente a ella, el puto Loki: un perro criollo, feo como su puta madre, lleno de garrapatas, con la lengua de fuera y cara de “¿quién verga eres tú, pinche blanca ridícula?”. Ricitos, que solo conocía perros de raza con cuenta de TikTok, se cagó. Literal. Gritó como si la estuvieran matando. Se subió a la cama, se tapó con la cobija y empezó a decir que le iba a dar rabia.

Pero Loki nomás la olió, se cagó en su bolsa Chanel y se acostó a un lado como si nada. Rey. Leyenda. Jefe del barrio.

En eso, llegan los dueños. Don Güicho, un señor con cara de que parte madres con la pura mirada. Doña Pelos, una doña chaparra pero con los ovarios bien puestos. Y Kevin, el morro de secundaria con peinado de hongo y short de fútbol.

—¡¿Qué chingados haces en mi casa, pinche metiche?! —gritó Doña Pelos con la chancla ya volando.

Ricitos, todavía con mascarilla puesta, se quiso hacer la víctima.

—¡No, wey, espérenme! Es contenido social. ¡Estoy visibilizando su lucha! ¡Soy aliada!

—¡Aliada tus pinches huevos! —le contestó Kevin mientras grababa todo en su cel pa’ subirlo a X.

Don Güicho amenazó con hablarle a la patrulla. Y así fue. A los cinco minutos llegaron los polis. Al ver el desmadre —la casa patas pa’ arriba, el pozole desaparecido, Loki tirado roncando— preguntaron qué pedo.

—Se metió sin permiso —dijo Doña Pelos—. Tragó como pendeja, se acostó en mi cama y me grabó todo.

Ricitos intentó hablar bonito, pero nadie le creyó. Se la llevaron por allanamiento de morada. En la patrulla lloró, intentó streamear su arresto, pero el poli le quitó el cel y le dijo: “Aquí no vengas con tus mamadas, influencer de cagada”.

La llevaron a Santa Marta Acatitla. Estuvo ahí 48 horas. Sin maquillaje, sin likes, sin su leche de almendra. La metieron con tres doñas que vendían tamales y una buchona que le preguntó si quería que le tatuaran una flor en la nalga. No comió. No cagó. No durmió. Loki le salió hasta en los sueños.

Al salir, intentó hacer un video diciendo que “todo fue parte de un experimento social”. Pero ya nadie le creyó. La cancelaron en chinga. Le quitaron los patrocinios, la bloquearon sus marcas, y la quemaron en redes con hashtags como #LadyPozole, #LadyLoki y #NoToquenAlPerro.

Loki, mientras tanto, se volvió famoso. Le hicieron un mural, lo entrevistaron en un podcast de perritos y ahora sale en comerciales de croquetas con el eslogan: “Come como en tu casa… o como en la de una pinche intrusa”.

Y así, mis compas, es como una güera pendeja aprendió que el barrio no es decorado, que el pozole no se graba, y que si te metes donde no te llaman, mínimo sales con el hocico meado por un perro criollo y con antecedentes penales.