Despierto a las cinco.
No por costumbre ni voluntad. Solo ocurre.
Dormir ya no es descanso. Es un privilegio que se me niega.
A mi lado, alguien que fue mi esposa.
Ahora es solo una figura hostil con nombre.
Nos hablamos poco, apenas lo inevitable.
Compartimos la cama como dos rivales que ya no tienen fuerzas para luchar.
A veces me mira esperando mi derrumbe.
Yo también lo espero.
Voy al baño.
El espejo no refleja, evade.
Devuelve el rostro de alguien que olvidó por qué importaba tener uno.
El agua cae. No limpia. No despierta.
Yo también caigo.
Desayuno sin ganas.
Café áspero, pan que cruje como un reproche, y la pastilla de siempre.
No la tomo para sanar.
La tomo para no temblar mientras firmo atrocidades.
Para seguir reduciendo personas a cifras sin que me tiemble la mano.
No llegué al poder, me empujaron.
Como quien entra a una morgue: con guantes, con desconfianza, sin esperanzas.
No fui electo. Fui colocado.
Una jugada vieja, con los mismos de siempre partiéndose el país como si fuera chatarra.
El pueblo gritó “cambio”.
Nosotros dimos espectáculo.
Funcionó. Siempre funciona.
El hambre no piensa. Solo vota.
A las nueve, el acto.
Conferencia de prensa: preguntas pactadas, respuestas recicladas.
Micrófonos hambrientos. Cámaras hipócritas.
Hablo con firmeza sobre fantasmas: progreso, justicia, estabilidad.
Palabras vacías que no pretenden convencer, solo rellenar.
Miento con estilo.
Ellos fingen creer.
Es un contrato tácito. Nadie espera más.
Luego, la llamada con el norte.
No escuchan. Ordenan.
Yo asiento.
La autonomía es una escenografía útil para los noticieros.
Cada frase que recibo confirma quién manda.
Obedezco. Sonrío.
Firmo mi condena para conservar la silla.
Después, los de siempre.
Banqueros, empresarios, herederos blindados.
Traen cifras, informes, amenazas envueltas en cortesía.
Yo entrego lo que ya no es mío: tierra, derechos, tiempo.
Le dicen gobernar.
Es administrar el saqueo sin perder la compostura.
Al caer la noche, llegan los que no aparecen en los diarios.
No saludan. Ordenan.
No gritan. Imponen.
Yo firmo. Yo cedo.
Soy el presidente, sí. Pero eso no significa nada.
Ellos mandan. Yo pongo la cara. Y el cuerpo, si hace falta.
En la televisión, interpreto.
Una sonrisa vacía.
Promesas que ni yo entiendo.
Frases que nadie recordará.
Leo lo que otros escriben. Y finjo creerlo.
Después, los informes.
Periodistas incómodos. Jueces ingenuos.
Activistas que creen que la dignidad no es un lujo.
Algunos se compran. Otros se callan.
Y los que insisten, desaparecen.
Sin ruido. Sin firma. Sin cuerpo.
Ceno solo.
Por rutina. Por castigo. Por falta de otra cosa.
La mesa es grande. El silencio, más.
Mis hijos me esquivan. Mi esposa ya no disimula.
No los culpo.
Yo también me evitaría.
A veces, al caminar por los pasillos, imagino un disparo desde una ventana.
Limpio. Silencioso.
Pero no pasa.
Ni siquiera tengo el consuelo de ser mártir.
La muerte me ignora.
Como si supiera que seguir vivo es peor castigo.
Antes de dormir, pienso en los que hoy cayeron.
No los conocí. No los recordaré.
Pero gracias a ellos, yo sigo aquí.
Así funciona: uno muere, otro sobrevive.
Esto no es poder.
Es una enfermedad.
Y yo, el portador perfecto: sin culpa, fiel al engranaje.
Nada cambia. Solo se oxida distinto.
Cambiamos nombres, no el hedor.
Aquí no manda quien manda.
Manda quien obedece sin pestañear, con las manos limpias… de todo, menos de sangre.
Cierro los ojos.
Y si sueño, es con cenizas.
Y si despierto, despierto a las cinco.
No por hábito.
Solo ocurre.