El Silencio Final

Crónica de un alma olvidada.
literatura
cuento
Autor/a

Montse

Fecha de publicación

1 de enero de 2025

No sé cuánto tiempo llevo aquí. Sé que empezó en un día cualquiera, porque todos los días ya se parecen. Puede haber sido un martes o un jueves, pero da igual. Afuera todo se detuvo. El mundo se desconectó como una máquina que ya no encuentra razón para seguir encendida.

Yo no supe qué estaba pasando. Nadie lo sabía. Solo nos dijeron: “No salgas.” “Es por tu bien.” “Esto va a pasar.” Pero no pasó. Y ya no estoy seguro de que vaya a pasar.

Al principio creí que sería un tiempo breve, como unas vacaciones forzadas. Ordené mi casa. Leí libros que tenía empolvados. Cociné, incluso. Me prometí aprovechar el encierro. Pero pronto el silencio se volvió otra cosa. No era calma. Era ausencia.

El sonido de los pájaros desapareció. Las voces de los vecinos se apagaron. Los autos dejaron de pasar.

Y en su lugar, llegaron las sirenas. Primero una, de vez en cuando. Luego muchas. Algunas aceleraban sin detenerse. Otras se quedaban bajo mi ventana. A veces escuchaba gritos, llantos breves. Luego, nada. Solo ese ulular distante, como si el mundo estuviera gimiendo en su lecho de muerte.

Pasaban los días. No lo sé bien. El reloj seguía marcando horas, pero yo ya no sabía si era de mañana o de noche. Cerraba las cortinas porque el sol me dolía en los ojos. Dormía con el televisor encendido, solo para no sentir que estaba solo.

Un día me di cuenta de que no había hablado en voz alta en casi una semana. Intenté pronunciar mi nombre y me sonó ajeno. Fue como si dijera algo que había olvidado.

Solo salí una vez. Una maldita vez. Necesitaba comida. Creí que si me movía rápido no pasaría nada. Me puse doble mascarilla. Guantes. Alcohol en el bolsillo. Caminé como si el aire me estuviera juzgando. Todo estaba cerrado. Las tiendas parecían tumbas con vitrinas. Encontré un carrito de comida abierto. Me atendió un hombre que parecía tan nervioso como yo. Pedí rápido. Ni siquiera miré su cara. Apenas regresé, me duché tres veces, lavé la ropa, desinfecté cada esquina.

Pero fue suficiente. Maldita sea, fue suficiente.

Empezó con una sequedad en la garganta. Luego fiebre. Dolor muscular. La tos. La maldita tos. Como si me desgarraran por dentro. Una tos que salía con rabia. Que me arrancaba el aliento. En la madrugada me senté frente al ventilador, envuelto en sudor, esperando que pasara. Pero no pasó.

Perdí el olfato. Perdí el gusto. Perdí el sueño. Y finalmente perdí la fuerza para negar que algo me estaba consumiendo.

Llamé a emergencias después de tres días sin poder caminar sin asfixiarme. Me respondieron con una voz de máquina, sin emoción. Me dijeron que debía esperar. Esperé. Esperé viendo la sombra de la noche reptar por las paredes. Esperé entre sueños breves y visiones febriles. A veces creí ver gente en mi casa. Una figura parada en la puerta. Mi padre muerto hace años. Un perro negro junto a la cama. A veces deseé que fueran reales.

Cuando llegaron, eran dos figuras blancas con gafas oscuras y tubos colgando. Me hablaron como si fuera una caja frágil. Me envolvieron en plástico. Me subieron a una camilla. Ya no recuerdo si cerré la puerta de casa.

El hospital era una película de horror sin director. Luces fluorescentes. Paredes llenas de manchas. Pasillos donde el aire olía a químicos y muerte. Personas sentadas en sillas de ruedas, sin oxígeno. Enfermeros corriendo con bolsas negras. Las camas se movían como piezas en un ajedrez que nadie controlaba.

Me pusieron en una sala con otros tres. Todos tosiendo. Uno con una máscara de oxígeno, otro apenas movía los ojos. Había una mujer, tal vez joven, pero parecía ya no estar aquí. Cada uno respiraba por una máquina. Éramos un coro de gemidos artificiales.

Uno murió la primera noche. Nadie vino por él en horas. Otro desapareció. No supe si mejoró o lo llevaron abajo, al frío. La mujer me habló un día. Me preguntó:

—¿Tú crees que ya se acabó todo?

No supe qué responder. ¿El qué? ¿El mundo? ¿Nosotros?

Las noches eran eternas. El tiempo se estiraba como una pesadilla sin fin. Escuchaba los gritos de otros pacientes, el llanto de los doctores, el llanto contenido. Nadie lloraba abiertamente. Estaban todos agotados de llorar. Era un duelo colectivo sin pausa.

Cada día amanecía con menos fuerza. Me dolían los ojos. Me dolía el pecho. Respirar era como tragar clavos. Empecé a soñar con cosas absurdas: un jardín que se secaba al tocarlo, un reloj sin manecillas, una puerta que nunca podía abrir. A veces despertaba creyendo que ya había muerto.

Y en la última noche, no sentí miedo. Sentí vacío. Como si ya no quedara nada que perder.

Vi las luces del techo oscilar. La máquina emitió un pitido irregular. Un último intento. Nadie vino. No había quién. No había cuándo.

Pensé en mi infancia. En un cumpleaños. En un abrazo que nunca volví a sentir. Pensé en Dios, pero no con fe. Solo con curiosidad. Me pregunté si alguien pensaría en mí cuando no respondiera más los mensajes. O si sería solo otro nombre en una lista.

La sirena sonó afuera. Y entonces, ya no sonó nada. Ni respiradores. Ni voces. Ni viento.

Solo el silencio más puro. El silencio final.