Había una vez tres cerdos bien pinches marranos, nacidos en la mugre, criados a base de madrazos y gritos de una madre que fumaba Raleigh sin filtro y te aventaba el sartén por respirar mal. Un día les gritó:
—“¡Ya váyanse a la verga, bola de inútiles, que ni para carnitas sirven! ¡Nomás me están estorbando los huevos!”
Y ahí van, todos ardidos, con el hocico escupiendo orgullo y olor a culo, a hacerse su propia vida. Pero cada quien con su pinche estilo mierdero.
El Gufi, el primero, era un pinche pachecote de mierda. Ese güey no conocía la sobriedad desde los 12. Vivía en la luna, escuchaba reggae del culero, hablaba con los árboles y decía mamadas como “la energía del universo me guía, carnal”. Se armó su “casa” con ramas, cartón de huevo, cinta canela y un toldo que se robó de un puesto de elotes.
—“Con esto armo un nidito de paz, güey”, dijo mientras se metía un churro tan grueso que parecía dildo de duende.
Pero ni había terminado de poner su dreamcatcher cuando llega el pinche lobo, cabrón malnacido, que no era cualquier lobo: era un perro flaco, tuerto, con halitosis de muerte, y con más hambre que godín en quincena. Y ese hijo de perra no pedía comida, la exigía a punta de pánico.
Se para frente a la cagada esa que Gufi llamó casa y grita: —“¡Ábreme, pinche cerdo drogo de mierda! Tengo hambre y tú hueles a manteca vieja.”
Gufi, todo grifo, contesta: —“No te metas en mi vibra, perro. Aquí puro peace & love.”
El lobo sopla con toda la rabia de un exmarido en pensión alimenticia, y ¡vergas!, la choza se desarma como erección con miedo. Gufi sale corriendo, todo cagado, con la mota volando, directo a la casa de su carnal: el Cholo.
Cholo era otro pinche caso perdido. Borracho de tiempo completo, se levantaba con el primer rayo del sol a empinarse un Tonayán y prender un cigarro con el culo. El vato trabajaba “cuando había”, y cuando no, se mamaba viendo videos de peleas de borrachos en Facebook. Su casa era de madera podrida, mueble viejo, tablas mal clavadas y un pinche colchón orinadísimo que “ya se había secado con el sol”.
—“Aquí el lobo no pasa, carnal. Esta madre es mi guarida de guerrero, la verga.”
Gufi llega echando madres: —“¡Carnal, el pinche lobo viene hecho la chingada, me tumbó mi cantón y quiere morder culo!”
Y antes de que terminen de prender otro porro… ¡RRAAAASSSS! El lobo aparece, lleno de odio y baba: —“¡Ahora sí, pinches cerdos mugrosos, me los voy a tragar sin sal!”
Y Cholo, todo pedo, le contesta: —“¡Chingas a tu madre, perro sin pedigree!”
El lobo sopla con el poder de mil crudas, mil corajes, y mil pedos apretados, y ¡PUM!, la casa se cae como promesa de político en campaña. Los dos cochinos corren gritando como niñas con chancla voladora, y se van con el último hermano: El Chuy.
Ah, pero Chuy era otro pedo. El vato era albañil chingón. No sabía sumar sin los dedos, pero te armaba una casa más firme que contrato de narco. Tenía su mezcla bien revuelta, sus bloques bien alineados y una manguera conectada a un tinaco pintado con grafiti. Su casa parecía bunker militar, con alambre de púas y hasta un letrero que decía: “Aquí se desaparece gente, atentamente: la obra”.
Gufi y Cholo llegan empolvados, desmoralizados y sin dignidad: —“¡Carnal! ¡El pinche lobo viene como cliente de bar a las 2AM, bien necio y sin miedo al ridículo!”
Y Chuy, echándose un lonche de chicharrón prensado con chile verde: —“Métanse. Aquí se acaba este desmadrito.”
El lobo aparece más rabioso que nunca, con los ojos inyectados de hambre y furia. —“¡Salgan, marranos hijos de puta! ¡Les voy a arrancar el hocico a mordidas!”
Y Chuy, desde su casa, con un martillo en una mano y una caguama en la otra: —“¡Chinga tu reputísima madre, perro de rancho! Aquí no entras ni de visita.”
El lobo empieza a soplar como si tuviera diarrea por la boca, patea paredes, grita, ladra, se revuelca, y ni madres que la casa se mueve. Le empieza a salir espuma del hocico y dice: —“¡Pues me meto por la chimenea, putos! ¡Me vale verga!”
Pero Chuy ya lo tenía preparado. Abajo de la chimenea, tenía un pinche cazo hirviendo con maíz, chile, cebolla, patas, oreja y el alma de cien abuelas cocineras. ¡Y mocos! Que cae el pendejo.
Se oye un chillido, luego burbujeo, y después el olor delicioso a lobo cocido.
—“¡Listo, cabrones! Hoy cenamos lobo en su jugo.”
Lo sacan, lo desmenuzan, le echan orégano, limón, cebolla picada, rábanos, y un chorrito de mezcal por si las dudas. Se lo empujan con tostadas, risas y hasta un gallo para bajarlo.
Esa noche durmieron tranquilos, bien comidos, y sabiendo que ya no tenían pedos.
¿Moraleja, hijo de tu puta madre?
No subestimes a un marrano. Pueden ser unos culeros, pachecos, pedos y sin estudios… pero si se organizan, te desaparecen, te hierven, y te sirven con pinche limón y salsa macha.
Los cochinos no olvidan. Y cuando se encabronan, no hacen justicia… hacen pozole.