La tormenta había sido brutal. Relámpagos rasgaban el cielo negro como cuchillos, y el agua caía en un torrente interminable sobre Salamanca. Cuando finalmente cesó, dejando un rastro de destrucción y lodo, una cuadrilla de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) recibió la orden de reparar un transformador en un poblado cercano.
Eran cinco hombres: Manuel, el supervisor veterano; Jaime, el electricista más experimentado; Sergio, el joven novato; Raúl y Esteban, los encargados de la logística. Salieron al amanecer, con el camión de la CFE avanzando pesadamente por un camino empapado y lodoso.
—Dicen que en este pueblo pasan cosas raras —comentó Raúl mientras se encendía un cigarro.
—¿Qué tipo de cosas? —preguntó Sergio, siempre curioso.
—Brujería. Gente que desaparece. Cosas que no tienen explicación.
Manuel bufó. No creía en cuentos de miedo. Para él, solo era otro trabajo más. Pero conforme se acercaban al pueblo, una sensación de inquietud se apoderó de todos. El camino estaba vacío, las casas parecían abandonadas, y el aire olía a tierra mojada… y algo más. Algo podrido.
Cuando llegaron al transformador, encontraron la estructura calcinada, como si un rayo la hubiera partido en dos. Era un daño severo, pero reparable. Lo que les llamó la atención fue lo que había debajo: el suelo estaba cubierto de ceniza negra y huesos calcinados, como si alguien hubiera encendido una hoguera con algo más que madera.
—Esto no me gusta —murmuró Jaime, observando los restos.
—No vinimos a investigar, vinimos a reparar —dijo Manuel, con firmeza—. Pongámonos a trabajar.
Los hombres sacaron su equipo y comenzaron la labor. La tensión era palpable. El sol estaba en su punto más alto, pero el pueblo permanecía en un inquietante silencio. No se escuchaban perros, gallos ni insectos.
Mientras trabajaban, Sergio sintió que lo observaban. Levantó la vista y vio a alguien entre las casas. Era una anciana de piel arrugada, vestida con ropas andrajosas, con ojos hundidos y brillantes como brasas.
—¿Todo bien? —preguntó Manuel.
Sergio parpadeó. La anciana ya no estaba.
—Sí… creo.
Las horas pasaron. A medida que el sol descendía, el miedo se hacía más tangible. El camión, que habían dejado encendido, se apagó de repente. Esteban intentó encenderlo de nuevo, pero el motor solo gruñó antes de morir por completo.
—No me jodas… —masculló Raúl.
Sin vehículo, estaban atrapados. La única opción era quedarse hasta la mañana. Manuel intentó calmar a su equipo y los llevó a una casa abandonada para pasar la noche.
—Solo unas horas y en cuanto haya luz, salimos de aquí —dijo.
La casa tenía un aire opresivo. Estaba llena de símbolos tallados en la madera, marcas extrañas en el suelo. Un olor agrio impregnaba el aire.
Sergio exploró un poco y encontró un cuarto con un altar. Sobre la mesa había fotografías viejas de personas con los ojos tachados y velas consumidas. En el suelo, un símbolo pintado con lo que parecía ser sangre.
—No deberíamos estar aquí… —susurró Jaime.
De repente, un ruido vino del exterior. Pasos, pero no de una persona… eran muchos, caminando alrededor de la casa.
Raúl miró por la ventana.
—No hay nadie… pero los pasos siguen.
El sonido aumentó. Un golpe sacudió la puerta. Algo la arañaba desde el otro lado.
—¡A la mierda! —gritó Esteban, sacando una linterna y alumbrando afuera.
Nada. Solo oscuridad.
La puerta se abrió de golpe. Y ahí estaba la anciana.
Pero ya no parecía humana. Su boca se había extendido hasta las orejas en una sonrisa imposible. Sus ojos eran pozos de oscuridad. Su piel se partía, dejando ver algo negro y viscoso debajo.
—No deberían estar aquí… —dijo con una voz que no era suya.
Se escuchó un chillido ensordecedor. La luz de las linternas parpadeó y, en ese breve instante, la anciana se lanzó sobre Esteban.
Hubo un grito, el crujido de huesos partiéndose y el ruido húmedo de carne desgarrada.
Los demás corrieron. La casa se oscureció de golpe.
Manuel, Jaime, Raúl y Sergio se refugiaron en una bodega. Solo podían escuchar el goteo de algo espeso cayendo al suelo.
—¿Dónde está Esteban? —preguntó Sergio, temblando.
—Muerto —dijo Manuel.
Los pasos volvieron. Esta vez eran más fuertes. Algo se arrastraba por el techo. Susurraba sus nombres.
—Jaime… Raúl… Manuel…
El miedo era insoportable.
Entonces, la pared se partió como si algo la hubiera atravesado.
Una mano negra, alargada y deforme, salió de la grieta. Sergio gritó. Raúl intentó golpearla con una llave inglesa, pero la mano lo sujetó y lo jaló dentro de la oscuridad.
Jaime y Manuel corrieron, dejando atrás a Sergio, quien tropezó y cayó.
La cosa salió de la grieta. No era la anciana. Era algo más grande, algo inhumano. Un cúmulo de sombras con extremidades torcidas y bocas donde no deberían estar.
Sergio intentó levantarse, pero la cosa se movió con una velocidad imposible. Lo atrapó antes de que pudiera gritar.
Manuel y Jaime llegaron al camión.
—¡Vamos, hijo de puta, enciende! —gritó Manuel, girando la llave.
El motor rugió de repente. Algo golpeó la ventana: era Sergio.
Pero su piel estaba gris, y su boca se abría y cerraba como si intentara hablar, pero sin emitir sonido alguno.
Jaime gritó y el camión arrancó.
Cuando vieron el pueblo en el retrovisor, se dieron cuenta de que algo había cambiado. Ya no estaba destruido. Las casas estaban en perfecto estado, la gente caminaba como si nada.
Era como si nunca hubiera habido una tormenta.
Como si nunca hubieran estado ahí.
Manuel y Jaime llegaron a Salamanca sin decir una palabra. Fueron al cuartel de la CFE, pero cuando contaron lo que pasó, nadie les creyó.
Peor aún: nunca hubo un reporte de avería en ese pueblo.
El supervisor buscó los nombres de los compañeros que habían muerto, pero en el registro de empleados… no existían.
Jaime renunció al día siguiente.
Manuel trató de seguir adelante, pero una noche, antes de dormir, revisó su teléfono.
Había una foto nueva en su galería.
Era la cuadrilla completa, parados frente al transformador. Todos sonriendo.
Incluyendo a Esteban, Raúl y Sergio.
Detrás de ellos, en las sombras, la anciana sonreía.