Hay pueblos que nacen rotos. Este, si alguna vez tuvo nombre, lo olvidaron los mapas y los muertos. Está clavado entre cerros secos, donde el viento arrastra tierra vieja, y la lluvia pasa de largo como si supiera que no vale la pena detenerse. Aquí no crece nada. Ni siquiera el tiempo.
Las casas están hechas de retazos, las puertas colgando de un clavo oxidado, los techos sostenidos por fe. Las calles no tienen nombre, solo surcos donde el polvo se hace lodo cuando cae el milagro de una tormenta. La iglesia lleva años sin campana, solo un Cristo torcido, con los ojos gastados por el sol.
La gente sobrevive. No vive: sobrevive. El hambre es vieja amiga, y la desesperación se hereda como el apellido. Ya no siembran. Las últimas mazorcas se pudrieron antes de nacer. El ganado se fue muriendo uno por uno, entre parásitos y sequía. Así aprendieron a volverse carroñeros. Aprendieron a escuchar la carretera.
Cada tanto, un camión pasa por la brecha equivocada. Allí, justo donde la curva se estrecha y la tierra parece temblar, los hombres del pueblo dejan trampas: clavos escondidos entre ramas secas, hoyos cavados con paciencia, aceite viejo derramado en la pendiente. Cuando el motor se estrella contra el suelo, cuando la carrocería gime y el silencio se rompe con el crujido de huesos y metal, ellos bajan. Como sombras. Como hormigas a un cadáver.
El saqueo es rápido. Nadie pregunta, nadie llora por los muertos. Se llevan todo lo que pueden: bidones, cables, lo que brille. Y si algo no sirve, se funde o se revende. Nadie los ha detenido jamás. Las autoridades no llegan tan lejos. No hay luz, no hay teléfono. Solo el sol, el polvo, y el olvido.
Una madrugada, el camión equivocado cae en la trampa.
El golpe fue seco, como si el cielo se partiera en dos. Salieron corriendo desde sus casas, machete en mano, con los ojos brillando de ansias. El conductor murió al instante. Medio cuerpo quedó atrapado entre el volante y la cabina destrozada. Nadie lo tocó. No por respeto, sino por asco.
El tráiler traía cajas selladas con símbolos extraños. Nadie entendía lo que decían. No importaba. Todo lo que pese, todo lo que sea fierro, sirve. Las arrastraron hasta el depósito común, entre costales de cal, motores rotos y trastos de otros saqueos. Algunas estaban rotas. De una de ellas, salía una cápsula metálica del tamaño de un brazo, pesada, con un cierre estropeado. Nadie preguntó. Nadie pensó.
Los niños fueron los primeros en curiosear. Revolvieron la pila de cacharros como si buscaran juguetes. Y lo encontraron. Dentro de la cápsula: pequeñas esferas metálicas, opacas, del tamaño de una canica, pero más pesadas. Frías al tacto. No brillaban, no tenían color, pero su superficie lisa y pulida parecía hecha para ser sostenida en la mano. No parecían peligrosas. Parecían… raras. Curiosas. Uno las metió en una caja de cerillos vacía. Otro se llevó una al bolsillo. Uno más la sostuvo entre los dientes solo para ver si alguien se atrevía a imitarlo.
Y por unos días, no pasó nada.
Luego vino la fiebre.
Primero en los niños. Ardían en las noches, sudaban frío. Les sangraban las encías. Vomitaban negro. Las madres pensaron que era un virus. Un castigo. Las ancianas rezaron. Se encendieron velas. Se mató una gallina. Pero no cesaba.
Las llagas aparecieron como flores podridas. Los dientes se aflojaban. A uno se le cayó la piel de la palma. Otro despertó sin párpados. El olor en las casas se volvió irrespirable. Como a carne cocida con orines.
El mal se extendía. Pasaba de niño a madre, de madre a marido, de casa en casa. Nadie entendía por qué. Algunos huían, otros se encerraban, pero todos estaban ya marcados. El polvo lo había llevado a cada rincón. Las esferas seguían rodando de mano en mano.
En otra parte del país, unos hombres llevaban días buscando algo que no debía haberse perdido. Desde el accidente, siguieron rumores, placas mal copiadas, desvíos sin reporte. Sabían que el cargamento no era común. Viejo, sí. Pero no inofensivo.
Cuando dieron con el pueblo, ya era tarde.
Cuando cruzaron el camino de tierra, el aire ya olía a muerte. Los perros estaban hinchados en las calles. Las gallinas se habían arrancado las plumas. Los vivos no hablaban: sólo respiraban con dificultad, temblaban, se escondían del sol. Muchos ya estaban en el suelo, envueltos en cobijas mojadas de sudor, con los huesos marcados en la piel como ramas.
En el centro del pueblo, había un niño. Sentado en cuclillas. Tenía los labios quemados. El pelo se le caía en mechones. Jugaba con algo entre los dedos. Una pequeña esfera metálica.
El resto fue silencio.
No salió en los periódicos. No hubo funerales. Ni luto. En los informes quedó como un “evento de contaminación localizada”. Un pueblo sin nombre. Una cápsula abierta. Una cadena de errores.
La zona fue sellada por hombres sin uniforme, cubiertos de pies a cabeza, como si temieran respirar el aire. No hablaron con nadie. Solo señalaron, midieron, quemaron. Demolieron las casas, pintaron las piedras con cal, enterraron lo que no pudieron mover. Nadie más volvió.
Algunos dicen que aún hay cosas ahí abajo. Que si caminas por la brecha en una noche sin luna, puedes ver algo brillar entre la tierra seca. Pequeñas luces opacas. Como ojos enterrados. Como esferas esperando ser tocadas.
Y quien las vea, no vivirá para contarlo.
Porque el mundo no castiga. El mundo no salva. El mundo simplemente es.
Y a veces —como esa cápsula abierta— lo que hay dentro no es maldad, ni justicia, ni lección.
Es solo muerte. Fría, muda, y perfectamente indiferente.