El Linaje de Sangre
Durante siglos, el clan Tanaka fue temido en todo Japón.
No eran amateurs como los Lin Kuei, sino ninjas verdaderos: sombras capaces de matar con una aguja, desaparecer en la neblina o escalar fortalezas como si fueran troncos de bambú.
Su apellido estaba escrito en silencio, acero y cadáveres.
Pero uno de sus descendientes, Takashi Tanaka, renegó de todo aquello. No quería vivir en la oscuridad ni matar por honor. Él soñaba con cálculos estructurales y concreto armado.
Así, dejó atrás el camino del ninja y estudió ingeniería civil.
Creía que con eso había enterrado su destino.
El Despertar en México
Todo cambió cuando viajó a México en un semestre de intercambio cultural.
Al principio se sorprendió: pensaba que encontraría gente montada en burros, sombreros gigantes y guitarras en cada esquina. Pero en lugar de caricaturas encontró una ciudad moderna, caótica y viva.
Eso lo tranquilizó… hasta que entró a un restaurante de “sushi fusión”.
El menú fue un golpe directo al alma de sus ancestros:
- Sushi al pastor.
- Sushi con salsa Valentina.
- Sushi empanizado con Doritos.
- Y como postre… sushi de cajeta.
Todos acompañados con su bolillo reglamentario.
Takashi sintió que algo se rompía dentro de él. Sus manos temblaban, el sudor le escurría por la frente. Voces antiguas resonaron en su cabeza: “la profanación debe pagarse con sangre”.
El Taller Secreto de Nakamura
Aturdido, Takashi caminó sin rumbo hasta llegar a un local humilde: “Electrónicos Nakamura: Reparación y Garantía”.
Dentro, un anciano reparaba un televisor viejo. Takashi levantó la manga de su camisa y mostró la marca de su clan: un dragón rodeado de kanjis, tatuado en su piel.
El viejo soltó el cautín al suelo, palideció y murmuró:
—Ese símbolo… pensé que ya no existía.
Con un gesto solemne, bajó la cortina metálica del negocio con un estruendo que heló el aire. Con voz grave, dijo:
—Sígueme, muchacho.
Lo condujo por un pasillo hasta una trampilla oculta. Descendieron a un sótano secreto, donde Takashi quedó sin palabras:
katanas centenarias, shurikens bañados en veneno, sogas de seda, bombas de humo, armaduras negras, garras trepamuros y gadgets ninja modernizados con tecnología eléctrica.
Nakamura lo miró a los ojos:
—El mundo profanó lo sagrado. Si has mostrado esa marca, es porque aceptas lo que eres. Un Tanaka.
Takashi, con las manos temblorosas, tomó la katana de su familia. El filo brilló con un resplandor frío.
El anciano lo miró con solemnidad y dijo:
—El ingeniero morirá aquí… y nacerá El Chino.
Takashi frunció el ceño:
—Pero yo soy japonés.
Nakamura soltó una risa seca, cargada de cansancio:
—Para los mexicanos, hijo… todos somos chinos.
Ese día nació de nuevo: El Chino, último ninja de su linaje, y comenzó su warpath.
Las Tradiciones del Clan
Los Tanaka enseñaban que un asesinato no era simple muerte, sino un acto ritual.
Cada movimiento debía ser preciso, silencioso y letal.
El ninja debía fundirse con la oscuridad, respetar al enemigo hasta el último aliento, y convertir la ejecución en una lección.
Takashi recordó esas enseñanzas susurradas por su abuelo antes de morir.
Ahora, cada golpe sería un poema escrito en sangre.
El Camino Sangriento
Antes de desatar su furia, El Chino dedicó semanas a observar en silencio.
Anotaba rutinas, seguía sombras, memorizaba hábitos.
Sabía quién abría primero su local, quién bebía hasta tarde, quién transmitía en vivo y quién cerraba con exceso de confianza.
Para Takashi, no eran personas: eran profanadores. Y cada uno tenía ya escrita su sentencia.
El Chef del Sushi al Pastor
Takashi lo esperó en su propia casa. Desde el techo bajó en silencio y le colocó un alambre de acero al cuello.
El chef forcejeó, pero el ninja lo arrastró hasta su local vacío, donde lo colgó del trompo giratorio.
Cada vuelta lo rebanaba en tiras sangrientas.
Entonces, acercó sus labios a su oído y susurró con frialdad burlona:
“Qué vueltas da la vida, ¿no crees?”
Los tacos se sirvieron esa noche… con carne humana.
La Doña del Sushi con Valentina
La sorprendió en la madrugada, mientras limpiaba su cocina.
Un golpe preciso en la nuca la dejó inconsciente. Cuando despertó, estaba atada con sogas de seda sobre una tina hirviendo llena de salsa Valentina.
El Chino se inclinó hacia ella, aspiró el vapor picante y murmuró:
“A todo le pones Valentina… hasta a ti misma.”
Después, la sumergió lentamente. Los gritos se fundieron con las burbujas hasta extinguirse en silencio.
El Inventor del Sushi en Cono de Helado
Lo cazó en el estacionamiento tras una transmisión en vivo.
Un kunai le atravesó la tráquea. Agonizante, fue colgado boca abajo.
Takashi tomó un cono relleno de arroz y alga, lo empujó dentro de su garganta ensangrentada y, mientras el hombre se asfixiaba, susurró:
“Tan refrescante… que te quita el aliento”
Le llenó la boca de más conos hasta que se ahogó entre vómito, sangre y nieve.
Su celular seguía grabando, y miles de espectadores pensaron que era performance.
El Influencer del Sushi con Nutella
En pleno evento gourmet, Takashi surgió entre las sombras.
Le tapó la boca con una mano y con la otra lo atravesó con su katana electrificada.
La hoja chisporroteaba mientras lo partía desde el hombro hasta el vientre.
Antes de soltarlo, murmuró suavemente al oído:
“Este sí será tu contenido más orgánico.”
En la transmisión en vivo se veía su sonrisa congelada, hasta que el chocolate y las vísceras mancharon la mesa de postres.
La Revelación Final
El Chino había purgado el mal de la ciudad.
Los profanadores habían pagado con sangre.
Su misión, creía, estaba cumplida.
El semestre de intercambio apenas y le alcanzó, pero aun así sacó 10: después de todo, para los mexicanos —y para los maestros de cálculo— todos los chinos son buenos para las matemáticas.
Regresó al taller de Nakamura y dejó su katana sobre el mostrador. El acero manchado de rojo descansaba como si estuviera satisfecho: tras siglos de silencio, había vuelto a probar sangre.
Takashi suspiró con alivio.
—Ya terminó —murmuró.
Nakamura lo miró en silencio, como si supiera que no era cierto.
Entonces, de pronto, una pantalla encendida en el rincón del taller atrajo su atención. Una transmisión en vivo desde un festival culinario en Kioto.
Y allí, frente a sus ojos, Takashi vio algo peor que cualquier aberración que hubiera presenciado en México:
- Ramen con chile en nogada.
- Mochis rellenos de mazapán y cajeta.
- Tempura de chapulines con salsa búfalo.
- Sashimi bañado en chamoy con gomitas.
El público japonés aplaudía extasiado.
Takashi se quedó petrificado. Sentía que el aire le faltaba. El sudor comenzó a recorrerle la frente, igual que aquella primera noche en el restaurante de “sushi fusión”.
—Takashi… —lo llamó Nakamura, intentando sacarlo de su trance—. Takashi…
Pero él ya no era Takashi.
Con un movimiento brusco, volvió a tomar la katana. Su voz retumbó en la penumbra:
—Takashi murió en México. Yo soy… El Chino.
Y sin mirar atrás, salió del taller hacia la oscuridad de la noche.
Nakamura quedó solo. Exhausto, se dejó caer en su asiento. Al hacerlo, la manga de su camisa se deslizó y reveló lo imposible: en su piel, oculto durante décadas, ardía el mismo tatuaje ancestral del clan Tanaka.
Con una sonrisa amarga, murmuró para sí mismo:
—El linaje nunca muere… solo espera.