Verdades Ácidas

Verdades incómodas.
literatura
cuento
Autor/a

Montse

Fecha de publicación

7 de noviembre de 2025

El campo siempre ha sido un lugar simple.
Allí el tiempo se mueve despacio, guiado por el viento y los insectos.
Todo existe en silencio, sin ambición, sin culpa.

En medio de esa quietud, yo dormía, colgando de mi rama junto a mis hermanos.
La luz del sol se filtraba entre las hojas, cansada, repetida, cumpliendo un ciclo sin sentido.

Todo era calma hasta que llegaron los humanos.
El agricultor apareció, rutinario, sin alma. Sus manos ásperas me arrancaron del árbol con la misma frialdad con la que se arranca una hoja seca.
No pidió permiso, no ofreció agradecimiento.

Me arrojó a la canasta con mis hermanos, todos golpeándonos unos contra otros, convertidos en mercancía antes de comprender siquiera lo que significaba existir.
La canasta se unió a muchas otras, un conjunto de vidas apiladas, esperando su destino.

Después llegó el intermediario, al que llaman coyote, aunque los verdaderos coyotes tienen algo que estos hombres han perdido: la honra de matar solo por necesidad.
Este negoció con frialdad, regateando con el agricultor hasta obtener un precio que apenas cubría el trabajo, y lo hizo con la naturalidad de quien roba y respira al mismo tiempo.

La transacción se cerró y fuimos cargados en un camión viejo, de pintura descascarada, que expulsaba humo negro como si escupiera su propia fatiga.

El trayecto fue largo, polvoriento y violento.
Cada bache era una sacudida, cada golpe una recordación del sinsentido de todo esto.
Los humanos creen dominar la tierra, pero solo la contaminan de ruido y miseria.

Al cabo de un tiempo, el camión se detuvo.
Un retén. Hombres armados, rostros cubiertos, miradas sin compasión.
No eran la ley, sino el eco de una sociedad que ya no distingue entre autoridad y crimen.

Exigieron su parte, por las buenas o por las malas.
El coyote les pagó. Ninguno de ellos comprendía lo que hacía, solo repetía la cadena del miedo.

Seguimos el camino.
La ciudad apareció como una herida abierta, palpitante y sucia.
El aire era pesado, y el ruido, insoportable.

Llegamos a la Central de Abastos, un laberinto de gritos, sudor y cansancio.
Allí fui vendido de nuevo, esta vez a un precio mucho más alto.
El agricultor trabajó por monedas; el intermediario y el vendedor se repartían la ganancia.

En ese ciclo de explotación no había justicia, solo el eco repetido del hambre disfrazado de negocio.

Me guardaron en una bodega.
La oscuridad era densa, el olor a humedad se mezclaba con el hedor de la fruta podrida.
Allí habitaban ratas y cucarachas, pequeñas sombras que se movían entre las cajas buscando restos.

A diferencia de los humanos, ellas no fingían nobleza; solo sobrevivían.
No las odié. Entendí su existencia.
Ellas obedecían al instinto, no al deseo de poseer.

Su hambre era pura, necesaria, sin cinismo ni corrupción.
En ese rincón pestilente comprendí que el mundo animal todavía guarda cierta inocencia que los humanos han perdido para siempre.

Tiempo después llegó un comerciante de barrio.
Me compró con otros de mi especie y nos llevó al mercado popular.

El aire era más denso allí, cargado de polvo y voces.
Me colocó sobre una mesa, apilado con los demás, expuesto al sol, al ruido y a las miradas vacías.

Nadie veía en nosotros más que color, textura, peso.
Nada de lo que había sido mi vida importaba.
Los humanos no miran, inventarían.

Al poco tiempo apareció un hombre cobrando “protección”.
Su presencia era una sombra conocida.
El comerciante pagó, resignado, como quien entrega parte de sí solo para seguir respirando.

Todo en el mundo humano gira en torno a la amenaza:
la posibilidad constante de perder lo poco que se tiene.
Los hombres viven encadenados, incluso cuando creen mandar.

Pasaron días.
El calor me fue secando la piel, dejándome opaco, marchito.
Mi aroma se volvió agrio, pesado, como si la vida fermentara en silencio.
Nadie lo notaba.
Solo otro cuerpo más, agotándose bajo el sol.

Finalmente una mujer me eligió.
Sus manos tibias me apretaron, me giraron, me evaluaron con la costumbre de quien ya no espera nada.

Pagó con unas monedas sucias, gastadas, cubiertas de grasa y polvo.
Dinero cansado, como todo lo demás.

Mientras me guardaba en su bolsa, comprendí que nunca volvería al campo.
Jamás sentiría de nuevo el sol limpio, ni el rumor de las hojas moviéndose por el viento.
Por un instante, pensé en todo eso.
Pero no valía la pena vivir de recuerdos.
Hasta la nostalgia tiene fecha de caducidad.

Me llevó a su casa, una vivienda marginal de paredes húmedas, techo de lámina, olor a gas y tristeza.
Me dejó sobre la mesa, junto a un vaso de unicel que contenía una sopa instantánea.

Mi destino final estaba claro.
Aquella sopa, anunciada como de camarón con chile piquín, era una broma cruel.
Dentro no había vida marina, solo figuras pálidas de plástico y polvo químico disfrazado de sabor.

Era el símbolo perfecto de lo humano:
lo falso presentado como real, lo vacío fingiendo plenitud.

La mujer encendió la estufa.
El vapor llenó la habitación con un aroma sintético.
Sentí el calor acercarse, no como amenaza sino como final inevitable.

Ya no quedaba nada en mí que pudiera llamarse vitalidad.
Mi existencia había sido consumida poco a poco, desde el momento en que me separaron del árbol.

Entonces vi el cuchillo.
Brillaba bajo la luz amarillenta, con ese resplandor tibio que antecede al dolor.
El metal se acercó despacio, con una precisión casi amorosa.

Cuando la hoja me tocó, comprendí lo que los humanos sienten cuando la vida los corta desde dentro.
El filo atravesó mi piel con un sonido húmedo, íntimo.
El aire se llenó de mi esencia, amarga y pura, un último aliento que nadie notó.

Fui partido en dos, expuesto en mi fragilidad.
El dolor fue breve, pero el silencio posterior tuvo el peso de una eternidad.
No me quejé. No había nada que decir.
Estaba muerto desde hacía mucho, desde que entendí la futilidad del mundo que los humanos han construido.

Me exprimieron sobre la sopa hirviente.
Mi jugo se mezcló con los falsos camarones, con el chile artificial, con el engaño.
Fue mi último acto, breve y silencioso.

Esta es mi historia.
Muchas como la mía hay, bajo el sol y el polvo, entre el ruido y el olvido.
Historias pequeñas, desperdiciadas, que nadie considera dignas de contarse.

Pero cada una guarda su acidez, su rastro mínimo de verdad.
Y cuando el mundo finalmente se oxide, solo eso quedará:
el sabor agrio de lo que fue real.