Edwin

Cosas de gente salada.
literatura
fábula
Autor/a

Montse

Fecha de publicación

16 de agosto de 2025

En el pinche Mar de Cortés, donde el agua hierve de chismes y cagazones, pasó algo que todavía las olas andan murmurando. Edwin, la langosta friki, había abierto el hocico para opinar sobre el maestro Miyazaki.

No fue hate barato: el vato llevaba noches enteras leyendo ensayos sobre animación japonesa, comparando planos, estilos y narrativas. Y se aventó este comentario frente a toda la bandita marina:

—Miren, yo respeto al sensei, pero no me digan que sus últimos trabajos tienen la misma fuerza narrativa que Mononoke. Ahí estaba la verdadera síntesis de su filosofía: choque entre tradición y modernidad, naturaleza contra industria. En cambio, ahora siento que repite recursos, que descansa en su propia leyenda.

Las sardinas se quedaron frías. Los pulpos levantaron las cejas. Y hasta un pez payaso murmuró:
—¡Verga, este compa sí trae argumentos!

Pero entre algas y basura de cerveza tirada por turistas, se reunieron cinco cangrejos bien ardidos, los más fanáticos del sensei. No eran cualquier cosa: eran la Barra Brava Miyazakista Submarina.

Se juntaron en círculo, con burbujas saliendo de sus hocicos, conspirando como ratas de playa.

—Ya estuvo bueno, güeyes —dijo el primero, un cangrejo cabezón y malencarado, conocido como “El Piojo”, porque siempre andaba lleno de mierda pegada en su caparazón.
—Ese langostón ya se pasó de verga. Nomás porque tiene tenazas grandotas se cree crítico de cine.

El segundo, al que apodaban “El Marrano”, gordo, con las patas todas grasientas y olor a pescado podrido, agregó:
—Yo digo que lo agarramos de sorpresa, le partimos su madre y de paso nos quedamos con su manga, porque seguro tiene cosas buenas escondidas el cabrón.

El tercero, un pinche enclenque con un ojo chueco, al que todos le decían “El Bizco”, habló con voz chillona:
—¡Sí, sí! A ese vato hay que hacerlo cagada. Nomás de acordarme cómo habló mal de Totoro me da coraje, no mamen.

El cuarto, con un diente roto y una actitud de borracho mala copa, se llamaba “El Chupeta”, porque siempre andaba mamando lo que no debía:
—Ya me tiene hasta la verga ese Edwin, siempre ahí encerrado en su pinche hoyo, creyéndose intelectual. A ver si le aguantan las ideas cuando le rompa su puta madre.

Y el último, el más callado pero con cara de psicópata, conocido como “El Soplete” (porque había quemado a varios con su pinza caliente), dijo nomás:
—Hoy ese langostón va a sangrar.

Se voltearon a ver, hicieron un choque de pinzas todo cutre, y fueron a buscar a Edwin.


Edwin estaba como si nada, echadote en su agujero, con las patitas cruzadas, leyendo manga, pensando en cuál waifu sería la más chida para casarse. El vato estaba en paz… hasta que llegaron estos cinco pendejos.

El primero en lanzarse fue El Piojo, con toda su peste y su caparazón manchado de caca marina. Se acercó echando espuma y le gritó:
—¡A ver, pendejo, lo que tengas contra Miyazaki lo tienes contra mí y contra toda la banda! —y zas, le suelta un pinzazo en la cara.

Edwin parpadeó un segundo, sintió el ardor, y se le cruzaron los cables. Con su tenaza derecha lo agarró como a muñeco de feria, lo sacudió y lo aventó a la verga. El Piojo salió rodando, quedó panza arriba, y con toda la dignidad rota nomás alcanzó a mentarle la madre:
—¡Chinga tu madre, friki culero!
Y se fue caminando de lado, derrotado y lleno de arena en el culo.


El segundo en chingar fue El Marrano, todo obeso y baboso, que se le acercó por atrás. Y con toda su marranada, le apretó el glúteo a Edwin.
—¿Qué pasó, papi? —le dijo con voz burlesca.

ERROR. Edwin se volteó encabronadísimo, lo agarró con su tenaza izquierda y de un tirón seco le arrancó el brazo.
—Ya, carnal, no mames, era broma… —dijo El Marrano, sangrando agua salada como fuente rota. Y se fue cojeando, hecho un asco, como si lo hubieran atropellado.


Luego vino El Bizco, el enclenque con un ojo viendo al norte y otro al sur. Se le aventó desde arriba, gritando como pendejo:
—¡Por Totoro, hijo de puta!

Pero Edwin estaba más que listo. Lo agarró con ambas tenazas y lo aventó con una fuerza inhumana. El Bizco salió volando como proyectil, directo al hocico de un tiburón que justo pasaba. El tiburón se lo tragó de un bocado y luego le guiñó el ojo a Edwin:
—Gracias por el tentempié, compa.


El Chupeta y El Soplete fueron los últimos, y decidieron lanzarse al mismo tiempo, uno por cada lado, como pinches luchadores frustrados. Edwin los miró con desprecio, los agarró a cada uno con sus pinzotas y gritó con voz que retumbó en todo el arrecife:
—¡Por el poder de los siete mares, hoy los declaro cagada!

Y pum, los estrelló uno contra el otro. Se escuchó el crack de sus caparazones rompiéndose como cascarones de huevo podrido. Lo que quedó fueron vísceras, burbujas y silencio.


Desde ese día, en el Mar de Cortés ya nadie volvió a opinar de Miyazaki. Ni para alabarlo, ni para criticarlo.
Los peces todavía cuentan el chisme, y cuando alguien se pone de hocicón, nomás le dicen:

—Cállate, o te va a cargar la verga como a los cinco pendejos cangrejos.