El río era una cloaca ancha como el infierno, un fluido denso de podredumbre y tiempo podrido. Las orillas no eran orillas, eran llagas, bordes ulcerosos de un mundo que se deshacía sin gloria. Y ahí estaba la rana. Un pellejo húmedo con ojos grandes y rotos, como si hubiera visto todo y aún no entendiera nada. Estaba a punto de cruzar porque el instinto todavía le daba órdenes aunque ya no creyera en el destino.
Del lodo salió el escorpión. Negro, empapado de sombra. Un monstruo ínfimo con un aguijón erecto y tembloroso como si acabara de salir de un orgasmo homicida. Su voz era vidrio molido mezclado con resignación:
—Necesito cruzar —dijo.
La rana lo miró como se mira una pistola apuntándote a los dientes.
—Si te llevo, me vas a matar.
El escorpión se rió. Pero no como se ríe un hombre, sino como crujen los huesos bajo las ruedas de un camión.
—Si te mato, me hundo contigo. Sería absurdo.
La rana dudó. Pero el mundo ya no ofrecía opciones, solo versiones distintas de la misma desgracia. Así que lo dejó trepar. Y se lanzaron al agua como dos condenados abrazados a su propia sentencia.
El río los tragaba. La rana nadaba. El escorpión esperaba. Y a mitad del cruce, justo cuando el aire parecía tener sentido otra vez, sintió la punzada. Un fuego seco. Un orgasmo de muerte. El veneno era antiguo. Era primitivo. Era lo único real.
La rana gritó. Pero no con la boca, sino con el cuerpo, con cada célula que se llenaba de ácido. Mientras el agua los devoraba, jadeó:
—¿Por qué?
Y el escorpión, ya vacío, ya nada, respondió:
—Porque lo único que sé hacer es destruir. Porque no existe redención para lo que soy. Porque incluso cuando intento sobrevivir, arrastro mi condena en el lomo. Porque todo lo que toco se pudre. Porque nací roto.
Y se hundieron. Y el río no los recordó. Y el mundo siguió como si nada se hubiera perdido, porque para el mundo nunca fuimos nada.