Durante un largo verano, las abejas de la llanura vivieron como siempre lo habían hecho: en orden sagrado, bajo la sombra fértil de su Reina.
Ella no era solo madre. Era el corazón. Todo latía a su alrededor: el calor de la cera, el ritmo de las alas, el lenguaje mudo de la danza. Mientras ella viviera, habría ciclo, habría colmena.
Pero la muerte bajó del cielo.
Una tarde insoportablemente calurosa, las avispas llegaron desde el bosque. Eran depredadoras, carroñeras, de abdomen afilado y hambre sin fin. No recolectaban: saqueaban. No trabajaban: asesinaban.
Rompieron la entrada del panal con violencia. Despedazaron nodrizas. Saquearon las celdas. Y en el corazón del enjambre, encontraron a la Reina.
La Reina, obesa, inmóvil, recién puesta sobre una cama de miel tibia.
Le arrancaron la cabeza. Una de ellas voló con su cráneo brillante entre las mandíbulas. Las demás se rieron. Y se marcharon con la miel.
Lo que quedó fue silencio.
Las abejas no lloraron: no conocen el llanto. Pero algo profundo, algo primitivo, se quebró.
Sin Reina, no habría cría. Sin cría, no habría futuro. Y sin futuro… solo quedaba el fuego de la venganza.
Esa noche, no salieron a por flores. Sellaron las celdas vacías. Las pocas larvas que quedaban, heridas o expuestas, no sobrevivieron al frío. Toda la energía de la colmena se dirigió a una sola tarea: aniquilación.
Al amanecer, partieron en masa. No como recolectoras, sino como asesinas. No fue una expedición. Fue una ofensiva suicida.
Las avispas no estaban preparadas.
Las abejas atacaron con precisión y rabia. Interceptaban a cada avispa que salía del nido, y la envolvían en una esfera de cuerpos vibrantes. Se aferraban a ella con garras y mandíbulas, y empezaban a temblar. El calor aumentaba. El aire entre los cuerpos se volvía sofocante, como el aliento de un horno cerrado. El ardor crecía hasta que los músculos de la avispa se rendían. Sus órganos se derretían en silencio. Moría cocida dentro de un infierno de cera y furia.
Una por una, las cazaban. Las sujetaban. Las picaban. Les arrancaban las alas, las antenas, los ojos.
A la Reina de las avispas no la mataron con calor.
La despedazaron viva. Pata por pata. Trozo por trozo. Hasta que solo quedó su tórax temblando entre los restos de su cría muerta.
Cuando todo terminó, el panal de las avispas era una fosa abierta. Pero la colmena de las abejas… también había muerto. Sin Reina. Sin huevos. Sin néctar. Solo quedaban unas pocas obreras, arrastrándose sobre cuerpos quemados, esperando un fin sin flor ni miel.
Moral:
Nada florece. Nada perdura. La muerte no castiga ni redime: solo ocurre. Y cuando ya no queda nadie para recordar, ni siquiera importa quién venció.