Alex llegó al borde del mundo en primavera.
El tren lo escupió entre bruma y matorrales, con una mochila rota y los ojos hundidos de quien no pidió irse.
La casa de sus abuelos olía a humedad, a sopa agria y a cosas que no se tocan.
Silencio.
Horas lentas.
El niño caminó hacia donde terminaba el bosque. Hacia el mar.
Y fue allí, entre piedras negras cubiertas de algas, donde la vio.
Una cosa pálida, tibia, viva apenas.
Una foca. Joven. Recién despegada del útero marino.
Temblaba como un puñado de carne abierta al mundo.
Alex se detuvo.
No huyó. No gritó.
La foca tampoco. Solo lo miró. Con esos ojos negros, inmensos, vacíos.
No había miedo. Solo espera.
El niño abrió su mochila y sacó lo único que quedaba de su almuerzo: una lata abollada de sardinas.
Con dedos fríos la abrió.
El olor era rancio, viscoso.
Arrojó una.
La foca la devoró. No con hambre, sino con necesidad. Como si no supiera hacer otra cosa.
Así empezó.
Cada tarde, a la misma hora, Alex volvía.
Con restos, con despojos.
Cabezas de pescado arrancadas del basurero del mercado. Vísceras blandas envueltas en papel de diario.
A veces crudas. A veces ya en descomposición.
La foca lo esperaba. Siempre en el mismo sitio, entre las rocas.
Siempre con los ojos fijos.
Siempre muda.
Había dejado de nadar mar adentro. Había dejado de buscar.
Solo se arrastraba un poco, como una masa lenta de grasa tibia, hasta la orilla.
Pasaron las semanas.
Pasaron los meses.
El cielo cambió. Las olas se hicieron más pesadas.
La carne de la foca se ablandó, su pelaje se cubrió de costras. Ya no era joven. Era una sombra untada en sal y espera.
Un parásito sin dientes.
Un cuerpo sin propósito.
Y un día, Alex no volvió.
No dejó nota. No prometió nada.
Solo se fue.
Quizás lo llamaron sus padres. O quizás se cansó.
Da igual.
Lo importante es que la foca esperó.
Día uno.
Día dos.
Día cinco.
El estómago se cerró. El mundo se estrechó en un solo punto: el borde del agua.
Ella no se fue.
No porque no pudiera.
Sino porque no sabía a dónde.
Porque nunca aprendió a cazar. Nunca aprendió el sabor de una presa viva.
Solo conocía el gesto de una mano humana lanzando algo muerto.
Día nueve.
El cuerpo comenzó a comerse a sí mismo.
Los músculos se aflojaron. La piel se pegó a los huesos.
Las costillas se marcaron como cuchillas bajo una capa de piel gris y agrietada.
La lengua se volvió negra.
Los ojos, opacos.
Día trece.
La foca ya no podía arrastrarse.
El mar estaba a un metro. Pero era como si estuviera en otro mundo.
Y entonces, algo se rompió.
No el corazón.
No el alma.
Algo más crudo: la carne.
Se abrió por dentro. Un sonido húmedo, burbujeante.
El cuerpo ya no resistía.
Un hilo de sangre oscura se deslizó por la roca.
Ella no gritó.
Solo esperó.
Día catorce.
Las gaviotas llegaron.
Primero una.
Después muchas.
No esperaron a que muriera.
Le picaron los ojos.
Le arrancaron los párpados como si fueran piel de fruta.
Le hurgaron el hocico, le partieron los labios con sus picos filosos como clavos.
Ella no luchó. No se movió.
Ni siquiera chilló.
La carne ya no era suya.
El mar la tocó recién al anochecer.
No para salvarla.
Solo para llevársela.
Y cuando el agua subió, no quedaba rostro.
No quedaba historia.
Solo la mancha.
Moraleja:
Quien alimenta sin enseñar, condena.
Quien da sin medir, destruye.
El amor no basta.
El instinto, si no se despierta, se pudre.
Y el abandono no siempre es cruel.
A veces, simplemente… ocurre.