En un pinche ranchito culero, donde el calor pega como madrazo y las vacas se tiran pedos sin pena, vivía un morrillo castroso llamado Pedro. El cabrón era la definición perfecta de un mequetrefe hijo de la chingada. Desde que amanecía, el morro ya estaba chingando, gritando, pateando piedras y haciéndole bullying a los gallos.
Pedro tenía una chamba bien sencilla: cuidar unas pinches ovejas. Pero como al cabrón le valía verga todo, se la pasaba rascándose la panza y armando desmadre. Y pues un pinche día se le ocurrió la más idiota de las ideas: —¿Y si me cago de risa viendo correr a los pendejos del pueblo?
Y que grita como si trajera una piedra en los huevos: —¡¡¡EL LOBOOOO, CULEROS, CORRAN QUE SE LOS VA A CHINGAR!!!
Puta madre, todo el pueblo en corto se paniquearon. El Don Pancho se cayó del burro, la Doña Lupe tiró la olla de mole, y hasta el padre del pueblo se cagó un poquito del susto. Todos salieron armados con escobas, piedras, y una que otra chancla. Llegan al monte, y… ¡NEL! No había ni lobo ni madre, nomás Pedro cagado de risa. —¡PINCHE MORRO PENDEJO! —le gritaron. —¡TE VAS A IR AL INFIERNO, CULERO! —le gritó el padre entre dientes.
Pero el muy hijo de puta lo volvió a hacer… otra vez… ¡y otra! Ya era tradición: cada martes, grito falso de Pedro, y todo el pueblo como pendejo, corriendo por su vida. El morro se sentía influencer del desmadre. “Me pelan la verga”, decía mientras se tragaba una torta robada de la tienda.
Hasta que un pinche día, sin aviso ni intro épico, llega un lobo cabrón. Pero no cualquier mamada de lobo de cuento, no. Este hijo de perra era un chingón: músculos, colmillos de acero y ojos más malditos que los del SAT. Olía a sangre y a cigarro, y venía encabronado porque ya tenía rato sin echarse un taco de humano.
Pedro lo ve y se le cae la caca por la pata. Grita con toda la desesperación de un cabrón que ya sintió que la muerte le está oliendo el culo: —¡¡¡AHORA SÍ VIENE EL PINCHE LOBO, NO MAMEN, AUXILIOOOO!!!
Pero ¿qué crees? Ni una puta alma le hizo caso. —¡A CHINGAR A TU MADRE, PEDRITO! —gritó la comadre desde su baño. —¡OJALÁ TE MUERDA HASTA EL ÚLTIMO HUEVO! —dijo el borracho del pueblo con una chela en mano.
Y pues que se le deja ir el lobo. Ni corrió, lo agarró como pinche costal de carnitas. Le arrancó una pierna de un jalón, y mientras el pobre pendejo gritaba: —¡Noooo, espérate, carnal! ¡Era broma! El lobo nomás dijo: —Broma mis huevos, putito.
Y ¡zas! Que se lo traga enterito. Le dejó el pinche huarache chueco y un poquito de tripa colgando. El monte quedó lleno de sangre, como si hubieran matado una piñata de carne.
¿Y el pueblo? Mira, no lloraron ni madres. Hasta hicieron fiesta. —¡Al fin se lo chingó el karma, el hocicón! —brindó Doña Mari con un mezcal. —¡Que chingue a su madre, Pedro, y viva el pinche lobo! —gritaron todos en la plaza.
Desde entonces, si un chamaco se pone castroso o se quiere pasar de verga, las jefas les dicen: —Te me calmas, cabrón, o te va a cargar el mismo pinche lobo que se chingó a Pedrito, el pendejo que jugó con fuego y acabó hecho caca.