Era un perro. Pero no de los que juegan ni de los que duermen en almohadas con nombre bordado. Era un amasijo de hambre con patas. Una criatura desollada por el tiempo, por la lluvia, por el silencio de los que no miran. Vivía entre latas oxidadas y bolsas abiertas como tripas expuestas. Y respiraba solo porque morir le requería más energía de la que podía juntar.
Hasta que un día —no un día feliz, solo un día más— la vio. Una torta.
No estaba en un plato. No estaba servida. Estaba tirada, manchada de tierra, con un pedazo de cucaracha atrapada en la crema batida. Pero era hermosa. Con sus capas aplastadas y su azúcar endurecida, era un insulto divino a su miseria.
La agarró. No ladró. No celebró. Solo corrió. Como se corre cuando se huye de la muerte.
El puente crujía como si se quejara. Abajo, el río: gris, denso, lento. Como una lengua inmunda arrastrándose.
Y entonces, la visión. Otro perro. Otro infeliz. Otra torta.
Pero más grande. Más entera. Más limpia.
El corazón le dio un salto seco. De esos que parecen esperanza pero son puro veneno.
No pensó. El dolor no deja espacio para la lógica. Saltó. Abrió la boca.
Y su torta —la suya, la sucia, la única— cayó. Al agua. Y desapareció. Ni una burbuja. Ni un adiós.
Solo el río tragando como si no le importara. Porque no le importaba.
El reflejo se rompió. No había perro. Nunca lo hubo. Solo él.
Solo hambre.
Otra vez.
Y el puente siguió crujiente. Y el mundo siguió. Y nadie notó que algo se había roto que no podía volver a arreglarse.
Moraleja: A veces, no aprendemos nada. A veces, solo perdemos. Y la vida sigue. Sin justicia. Sin redención. Solo hambre y reflejos.