En un claro de bosque infestado de podredumbre y silencio, donde los árboles se retorcían como cadáveres colgados y la tierra olía a carne húmeda, una liebre, de pelaje manchado por el barro y la soberbia, retó a una tortuga a una carrera. No por gloria, sino por el placer sádico de humillar.
—Mírate —se burló la liebre, escupiendo saliva espesa—. Eres una costra con patas. Cuando yo haya terminado la carrera, tú apenas habrás comenzado a mover ese ataúd que arrastras.
Y partió.
No corría, volaba sobre la tierra. Cada zancada era un latido eufórico. Pasó junto a nidos abandonados, osamentas abiertas como flores secas, y ríos estancados donde ranas muertas flotaban como ojos ciegos.
Pero entonces, la trampa.
Un agujero en la tierra. No cavado por humanos, sino por algo más antiguo, más hambriento. Oculto bajo ramas podridas y vísceras de algún animal olvidado. La liebre cayó. No gritó de inmediato. El dolor fue tan brutal, tan absoluto, que su cuerpo simplemente colapsó, como un títere al que le cortaron los hilos.
Su pierna derecha, rota en tres lugares, sobresalía torcida como un garrote de hueso. Un diente se le partió al golpearse el hocico contra una roca. La sangre le llenó la boca con un sabor metálico y espeso.
Gritó. Suplicó. Lloró. El bosque no respondió.
Horas después, arrastrándose entre hojas que crujían como piel seca, llegó la tortuga. Su caparazón estaba cubierto de líquenes y cicatrices. Sus ojos no reflejaban piedad, solo el silencio de algo que ha visto morir demasiadas cosas.
La liebre levantó la cabeza. Su pelaje ya estaba lleno de larvas. De sus heridas salían pequeños gusanos blancos que se retorcían como si celebraran. Su aliento olía a gangrena.
—Por favor… ayúdame… por lo que más quieras…
La tortuga miró. Nada más. Miró.
Y entonces se sentó.
Se quedó allí, inmóvil, mientras la noche caía como una maldición. La liebre gritaba mientras las hormigas le entraban por los oídos y las moscas le parían en los ojos. Se desgarró la piel con las uñas intentando sacarse la vida a tiras, pero no moría. El bosque no era tan piadoso.
La tortuga, finalmente, se levantó. No hacia la meta. No hacia la victoria.
Solo se alejó, sin apuro, con el sonido de huesos partiéndose detrás, con los chillidos deformándose en gorgoteos, y con la conciencia limpia como una piedra fría.
Porque en ese mundo, la lentitud no es bondad.
Es cálculo.
Es saber esperar el momento justo para no hacer nada.
Y dejar que la crueldad se encargue del resto.