En este pinche mundo podrido, donde el aguacate del súper es un insulto a la vida y el guacamole licuado es pecado capital, surge un cabrón distinto: tú.
No eres un simple consumidor de mierda empacada, eres un guerrero. Vas a sembrar, matar, incendiar, resistir y desollar medio planeta si hace falta, todo por una sola cosa: un guacamole digno, cabrón.
Si no tienes los huevos para seguir este camino, vete al súper, compra tu aguacate tieso como calzón de monja y deja de leer.
Pero si aceptas… prepárate para la guerra.
Fase 1 – Sembrar la semilla: la chispa de la guerra
No es “ponla en agua con palillos”, idiota. Es un juramento de sangre. Tomas la semilla en la mano, la miras a los ojos (sí, cabrón, a los ojos), y le dices:
“De ti nacerá un árbol o de mí un cadáver.”
La entierras con tus propias uñas, no con palitas de jardinería fresona. Y cuando alguien te pregunte qué sembraste, le contestas:
“Sembré mi puta venganza, culero.”
Porque sembrar un aguacate no es botánica: es declarar la guerra a todo lo vivo y lo muerto.
Fase 2 – Gusanos y hongos: la purga a fuego y azufre
Los gusanos se acercan como ejércitos invasores. Los hongos aparecen como pestilencia medieval. ¿Qué haces?
Nada de pesticidas de tiendita, pinche blandengue. Sacrificas un bidón de gasolina, prendes una antorcha y purificas el terreno en llamas.
Si tu semilla sobrevive al infierno, significa que es digna. Si no, pues era una pinche semilla débil como tú, que lloras cuando te dejan en visto.
Cada vez que un gusano se retuerce en las brasas, el árbol absorbe su alma. Es nutrición demoníaca, cabrón.
Fase 3 – Roedores y aves: la masacre con plumas y colmillos
Aquí empieza la carnicería. Ratas gordas, ardillas asesinas, pájaros con mirada de saqueadores… todos quieren tu fruto.
Tú no les pones trampitas de ratón, no seas nena. Tú instalas torretas Gatling en el jardín, minas Claymore enterradas en la tierra húmeda, y francotiradores que disparan desde tu azotea.
Cada cadáver de roedor que explota en el perímetro se vuelve abono.
Cada pájaro incinerado en el aire se convierte en advertencia para los demás: este árbol está custodiado por un hijo de la verga sin miedo.
Si un gorrión te roba un aguacate, ya no eres humano: eres un fracaso cósmico.
Fase 4 – El crimen organizado: la guerra santa
En México no hay aguacate sin sangre. El cártel llega: camionetas blindadas, rifles de asalto, una banda norteña tocando de fondo.
“Ese árbol ya es nuestro, compa.”
Ahí es donde te transformas. Pintas la cara con grasa de motor, te cuelgas la bazuca, enciendes la motosierra y contestas:
“Que vengan por él, hijos de la chingada.”
El patio se convierte en Fallujah.
Granadas, explosiones, cuerpos volando en pedazos mientras tu árbol sigue en pie, imperturbable, alimentándose de la sangre de criminales.
Si entregas el árbol, no solo eres cobarde: eres menos que un aguacate Hass del súper, esa mierda triste que huele a plástico y derrota.
Fase 5 – La cosecha: la victoria del mártir
Después de diez años de apocalipsis, tu cuerpo es un mapa de cicatrices, tu patio un cementerio militar, y tu árbol un coloso de 10 metros.
Los aguacates cuelgan como granadas verdes, pesados, llenos de manteca celestial.
Los arrancas con manos curtidas en pólvora, y gritas al cielo:
“¡Estos no son aguacates, son trofeos de guerra, hijos de puta!”
Cada fruto es el alma de los enemigos que mataste, concentrada en verde brillante.
Compara eso con el aguacate culero del Oxxo, que parece piedra pintada con spray. Pinche abominación industrial.
Fase 6 – Preparar el guacamole: el sacrificio ritual
No usas molcajete cualquiera. Usas uno tallado con cráneos de tus enemigos, con grietas negras llenas de pólvora seca.
Tomas los aguacates y los revientas como si fueran corazones palpitantes.
Les echas jitomate, cebolla, cilantro, chile y limón, mientras recitas los nombres de todos los que murieron en tu defensa.
Cada machacada con la piedra es un eco de las explosiones, cada gota de limón es la sangre que derramaste.
Si usas licuadora, mejor rómpete las manos, porque ya no mereces llamarte mexicano.
Fase 7 – El banquete del guerrero inmortal
Te sientas frente a tu guacamole como César frente al imperio conquistado.
Con totopos de maíz hechos en comal ardiente (no esas mierdas embolsadas de Sabritas), te sirves una montaña de gloria verde.
El sabor es mantequilla celestial mezclada con pólvora y lágrimas. Cada bocado es un himno de victoria, un corrido bélico, un rugido que retumba en los huesos de tus enemigos caídos.
Si después de todo esto dices “meh, sabe bien”, entonces muérete, porque ni en cien vidas vas a entender la grandeza.
Cuando el último totopo cruje entre tus dientes y el guacamole se acaba, no termina tu misión, hijo de perra.
Porque cada semilla que guardes es el inicio de otra guerra, otro árbol, otra década de sangre y gloria.
Tu nombre quedará escrito en corridos prohibidos, en bardas llenas de grafitis, en los susurros de los pájaros mutilados que aún sobreviven.
Y cuando alguien intente presumirte su aguacate del Oxxo, tú solo sonríes, levantas tu molcajete manchado de sangre y le dices:
“Cállate, pendejo. Yo no como frutas. Yo como victorias.”
