Chapultepec

La batalla del castillo.
literatura
historia
Autor/a

Montse

Fecha de publicación

9 de julio de 2025

Era una mañana que olía a pura verga.
De esas donde el cielo está nublado no por el clima, sino porque hasta Dios estaba cagado de miedo de lo que iba a pasar.

Yo, la bandera del castillo, la chingona, la que ha ondeado en tempestades, tiroteos y bodas fifís en el Alcázar, estaba bien puesta. Tiesa. Orgullosa. Sin saber que ese día me iba a cargar la chingada, pero con clase.

Desde allá arriba vi llegar a los gringos como si fueran hordas de zombis blancos. Un chingo, güey.
Una marea de cabrones con cara de “ya ganamos”, marchando como si Chapultepec fuera un pinche Walmart en Black Friday.

Venían empujando escaleras, artillería, banderitas, tambores, y a su puta madre: todo.
Iban trepando los cerros como si fueran orcos, güey. Así de huevos.
Igualito que en ese documental histórico verguísima, El Señor de los Anillos, cuando los pinches uruk-hai atacan el Abismo de Helm.

Yo nomás esperaba que Gandalf bajara del cerro con los centauros o algo, pero nel.
Aquí no había elfos ni magia.
Solo plomo, tierra y tacos fríos.

Los nuestros aguantaron chingón.
Sacaron las armas secretas del arsenal mexa: rifles de plasma armados con piezas de licuadora, sentry guns ensambladas con piezas de lavadora Mabe, y drones construidos con carcasa de Nintendo 64 y motores de licuadora Oster.

¡Una joya!
Esa madre parecía escena sacada directo del documental Aliens, cuando los marines espaciales están en modo perra y les caen los xenomorfos por todos lados.

Así mismito: balas silbando, cañonazos, gritos, olor a pólvora y caca de soldado.
Un gringo perdió la oreja y ni se detuvo. Así venían, como si la pendejada fuera estrategia.

Pero ni con toda esa tecnología futurista de tianguis pudimos detenerlos.
Se nos acabaron las balas, los cartuchos, las pilas del dron y el saldo del chip.

Uno a uno los soldados se fueron retirando, cabizbajos, puteados, medio llorando pero sin llorar, porque llorar es de franceses.

Y cuando ya parecía que el castillo se iba a caer más rápido que promesa de campaña, quedaron seis.
Seis cabrones.
Seis mocosos con la edad para ver Caritele, pero con los huevos para morir como si fueran personajes de Game of Thrones.


Primero, Juan Escutia.
Un cabroncito con cara de poeta suicida y voz de mariachi crudo.
Vestía como cadete, pero peleaba como si en su otra vida hubiera sido revolucionario borracho.

Cuando lo veías cargar su rifle, lo hacía como si estuviera levantando la patria entera.
Tenía la mirada de quien ya sabe que se lo va a cargar la chingada, pero de frente, sin miedo y con el pelo bien peinado.

Era callado, pero cuando gritaba, temblaban hasta los cañones.


Vicente Suárez era otro pedo. Un ninja del pueblo, cabrón. Nunca decía nada, nomás se movía entre las sombras con dos cuchillos en las manos y el diablo en la mirada.

Le metió cuchillazos a tres gringos sin que se dieran cuenta. Uno de ellos murió todavía pensando que lo había picado un alacrán.

Vicente tenía la habilidad de desaparecer entre el humo y aparecer justo donde hacía falta meter una chinga. No hablaba porque las palabras le estorbaban. El vato era puro verbo hecho acción.


Agustín Melgar era el tanque humano. Le aventaron una granada y la devolvió con una patada. Le dispararon y la bala se deprimió.

El cabrón traía un pinche mosquetón que parecía tronco de árbol, y lo manejaba como si fuera palillo. Derribó una torre de asalto gringa con puro cuerpo, como si fuera jugada de rugby.

No había muro, bala ni soldado que lo parara. Era más piedra que hombre, y aun así sangraba como cualquier cabrón. Pero no se quejaba. Ni una sola vez.


Fernando Montes de Oca era el cerebro.
Un hacker con uniforme.
Tenía una pinche libreta donde apuntaba fórmulas, claves, posiciones.

Interceptaba los mensajes de los gringos y los traducía en chinga mientras armaba una trampa con una cuerda y una caja de galletas.
Hizo explotar medio pelotón con una trampa eléctrica improvisada.

Sabía de ciencia más que media UNAM y, aun así, prefería la pólvora al pizarrón.
Si le dabas diez minutos y dos clavos, te construía un pinche Transformer.


Francisco Márquez venía del barrio.
El más morrito, pero el más rabioso.
Peleaba con un machete oxidado y la bendición de su jefa.

Gritaba groserías que ni el diablo entendía, y le metió un cabezazo a un güero con casco.
Lo dejó noqueado y con trauma existencial.

Decía que si se iba a morir, se quería llevar mínimo a diez pendejos consigo.
Y lo hizo.
Le conté once.
Y todavía escupió al suelo antes de caer.


Juan de la Barrera era el ingeniero del desmadre.
El cabrón convirtió una mesa en una catapulta, una escalera en lanza trampa y una sombrilla en pararrayos mortal.

Traía una mente más peligrosa que la pólvora.
Plantó explosivos falsos que hicieron retroceder a medio escuadrón.

A los catorce años ya leía planos de fortalezas y diseñaba formas de hacerlas caer.
A los quince, las defendía con su vida.


Y entonces llegó el momento.
El clímax.
El punto de no retorno.

Todo ardía.
El aire apestaba a sangre, humo y pinole.

Yo, desde lo alto, ondeaba rota, chamuscada, pero firme.
Los gringos ya habían entrado al castillo.
Los seis niños estaban caídos, malheridos, hechos cagada pero orgullosos.

Quedaba uno.
Juan Escutia.
El último.

Subió hasta donde yo estaba.
Me miró.
Me arrancó de mi asta con una mezcla de dolor y huevos.

Me envolvió en su cuerpo, y sin decir una sola pinche palabra, se lanzó al vacío como si el suelo le debiera dinero.

En ese instante activé mi protocolo de autodestrucción nuclear, como en el documental Predator, ese donde el alien pelón se prende el pecho y dice “nos vamos todos a la verga”.

Pero nel.
No jaló.
El sistema falló porque el gobierno había pagado solo la versión demo.


Y así caímos, él y yo.
Juntos.
Uno en carne, el otro en tela, pero los dos cubiertos de honor.

Un último grito de “¡chinguen a su madre!” resonó entre los muros antes del silencio.


Cada 13 de septiembre la gente se acuerda.
Vienen a tomarse selfies, a dejar flores, a preguntar:
“¿Quiénes fueron los niños héroes?”, sin saber que fueron seis cabrones que hicieron historia con huevos, coraje y sin necesidad de DLC.

Y yo sigo aquí.
Ondeando.
Parchada.
Manchada.
Orgullosa.

Yo soy la bandera del castillo.
Yo vi morir a los últimos valientes.
Y aunque fue un tower defense fallido en dificultad hardcore, no me arrepiento de ni un pinche hilo que me compone.

Viva México, cabrones.