La Guerra de los Pasteles

Otra guerra que perdimos.
literatura
historia
Autor/a

Montse

Fecha de publicación

25 de septiembre de 2025

Yo soy un bizcocho de vainilla, recién horneado en una pastelería humilde de Veracruz, 1838. Mi glaseado brilla como el sol en el puerto, y mis migajas son la envidia de cualquier pan francés de mierda. Estaba tranquilo en mi vitrina, viendo pasar la vida, cuando el mundo se fue al carajo. Todo empezó en la Ciudad de México, en un estadio abarrotado donde el Cruz Azul y los americanistas, esos culeros con camisetas amarillas, se jugaban la gloria. El partido estaba cardiaco, empate a dos, cuando en el minuto 90, el árbitro, un pendejo comprado con billetes y unas tortas de tamal, marcó un penal que ni en sueños existía. Un foul tan falso que hasta las palomas del estadio se rieron. El América metió el gol, y el estadio explotó en gritos de “¡Culero!” y botellazos. Los cruzazulinos, con el corazón hecho mierda, vieron cómo su copa se esfumaba por culpa de esos hijos de la chingada.

La derrota del Cruz Azul fue como echarle gasolina a un incendio. Los hinchas, encabronados hasta las chanclas, salieron a las calles como horda de zombis enardecidos. Rompieron todo lo que encontraron: vidrios, puestos de tacos, hasta las palomas salieron huyendo. En Tacubaya, la pastelería de un francés mamón llamado Remontel fue el blanco perfecto. Esos cabrones entraron, se chingaron mis primos los croissants, se comieron los macarons y dejaron el lugar como si hubiera pasado un tsunami de borrachos. Yo, en Veracruz, escuché el chisme desde mi vitrina y pensé: “Pinches hinchas, ni para respetar un buen pastel sirven.” Remontel, con su cara de francés llorón, fue a chillar al gobierno mexicano, exigiendo que le pagaran sus pasteles jodidos. “¡Me deben lana por mi negocio destruido!”, gritaba el pendejo, como si sus croissants valieran más que el orgullo cruzazulino. Pero el gobierno, con sus oficinas llenas de burócratas flojos y expedientes polvorientos, le dio una respuesta bien mexicana: “No te vamos a pagar ni madres, wey. Hazle como quieras.” Remontel, con el culo ardido, salió echando chispas, jurando vengarse.

El francés no se quedó con el rabo entre las patas. Fue corriendo a lloriquear con el gobierno francés, contándoles que México era un desmadre de país donde los pasteles no se respetaban. El rey Luis Felipe, un vato con peluca de mierda y aires de influencer, vio la oportunidad de joder a México, que ya les debía lana de unas deudas de la Independencia. “¡A la chingada, vamos a enseñarles a estos mexicanos quién manda!” dijo, y mandó preparar una flota que parecía sacada de una pinche película de ciencia ficción. Una mañana, el cielo de Veracruz se oscureció. No eran nubes, eran los barcos franceses, una flota high tech que parecía diseñada por un nerd de Silicon Valley. Barcos con cañones láser que disparaban rayos como en Star Wars, drones voladores que lanzaban macarons explosivos, y hasta un robot chef que preparaba baguettes con gas lacrimógeno. Desde mi vitrina, veía cómo esos cabrones bloqueaban el puerto, con luces neón y pantallas holográficas que decían: “Paguen o se chingan.”

Los franceses, creídos como siempre, mandaron un ultimátum al gobierno mexicano: “Paguen los 600 mil pesos por los pasteles y las deudas, o convertimos Veracruz en un pinche cráter.” Los mexicanos, con sus oficinas sin luz y sus carretas oxidadas, no tenían ni un peso, pero sí un montón de orgullo. Ahí entró Antonio López de Santa Anna, el cojo más cabrón de México, con su sombrero de general y unos huevos del tamaño de un estadio. Se paró frente a los franceses, con su puro encendido y una botella de mezcal en la mano, y les soltó: “¡Si no le pagamos ni al Coppel, menos a ustedes, hijos de la chingada!” Los soldados mexicanos se cagaron de la risa, y hasta yo, desde mi vitrina, solté una migaja de orgullo. Ese wey no se dejaba joder.

El chiste no le cayó bien a los franceses. Sus barcos high tech empezaron a bombardear Veracruz con rayos láser y croissants incendiarios. El puerto se volvió un infierno: edificios cayendo, barcos pesqueros explotando, y yo temblando en mi vitrina, pensando: “Si me cae un macaron de esos, voy a terminar como polvo en el culo de un drone.” Pero los mexicanos no se rajaron. Con puro low tech, armaron una defensa de risa: resorteras hechos con ligas de mercado, catapultas de palos y mecates robados de un tendedero, y molotovs con botellas de tequila y trapos sucios. Lanzaban naranjas podridas, piedras y hasta garnachas rancias que apestaban tanto que los franceses se tapaban la nariz. Santa Anna lideraba como si estuviera en un partido de liguilla, corriendo (bueno, cojeando) de un lado a otro, gritando: “¡Por México y por el Cruz Azul, cabrones!” Hasta que un cañonazo láser francés le voló la pierna derecha. El wey cayó, pero no su orgullo. Agarró su pierna chamuscada, la levantó como trofeo y gritó: “¡Sigan peleando, hijos de puta, que esto no se acaba!” Los mexicanos, inspirados por el cojo cabrón, redoblaron sus esfuerzos, tumbando drones con redes de pescar y redes mestoques.

El desmadre duró semanas, hasta que los ingleses, que siempre se meten donde no los llaman, llegaron con sus barcos y sus aires de “vamos a calmar esto”. Negociaron una tregua, porque ni los franceses ni los mexicanos querían seguir gastando pólvora (o láseres, en el caso de los gabachos). México, con el orgullo herido pero sin un peso, aceptó pagar los 600 mil pesos. Los franceses, con sus barcos high tech llenos de abolladuras por las naranjas podridas, se largaron de Veracruz. Se fueron con el rabo entre las patas, pero con la lana en la bolsa. Todo por unos pinches pasteles y una final robada al Cruz Azul.

Y ahí quedó la Guerra de los Pasteles, una pinche locura que empezó por un penal chafa y terminó con cañonazos. Yo, el bizcocho, sigo en mi vitrina, un poco rancio pero orgulloso. México demostró que, con puro ingenio chafa y huevos, se le puede plantar cara a cualquiera, aunque tengan láseres y drones. Cada vez que alguien me compra, les digo: “Cómete este bizcocho con orgullo, cabrón, que es de los que sobrevivieron al desmadre de 1838 y a la maldición del Cruz Azul.” Y así, entre migajas y gloria, el espíritu mexicano sigue vivito, listo pa’l próximo pedo.