Era 1854. México seguía crudo de la madriza con los gringos: habíamos perdido media casa, medio patio y hasta la pinche cochera. El pueblo estaba herido, encabronado. Y yo… aunque solo era una humilde prótesis de caoba, observaba el circo que se traía mi dueño.
Ahí estábamos en Palacio Nacional: Toño y yo, cada quien en su sillón de piel. Toño, con su cara de pendejo, lloraba porque el América —según él— se había robado otra final. Pinche cruzazulino ardido de por vida.
—No mames, Toño, bájale a la chilladera. Pareces quinceañera sin chambelán —le solté.
Justo cuando estaba a punto de alburearlo con lo de Texas, entró James Gadsden: empresario gringo, traje caro, peinado con brillito y olor a colonia fina. Se sentó frente a nosotros, con cara de tiburón.
—Qué tronco, pinche Tony, vengo a hacer bizne —dice.
—Me interesa. Detalles y precio —responde Toño, limpiándose los mocos.
James saca un mapa y señala una franja.
—Treinta melones en caliente por esto —asevera.
Toño frunce el ceño, fingiendo que sabe leer mapas.
—No sé, carnal, yo digo que eso vale cincuenta mínimo.
James se incomoda.
—Mira, máximo treinta y cinco… y me estoy arriesgando —advierte.
Toño se endereza y se hace el verga.
—Cuarenta y unos skins del Fortnite.
Yo me recargo en mi sillón y pienso: Ni en la Lagunilla regatean tan culero.
James suspira, abre un portafolio y saca un backgammon.
—Los caballeros resolvemos nuestras diferencias así —explica.
Toño, sin tener puta idea, asiente.
—Cuarenta o nada. ¿Le entras o se te arruga la oruga? —pregunta James.
—Órale, va, pero sin chillar —responde Toño con aire de gallo.
Se arma la mesa. Llega un ayudante con whisky y me pregunta cuántos hielos quería.
—Ninguno, carnal. Solo los animales toman whisky con hielo —le digo.
Todos se tensan. Entran guardias, se llevan al pobre diablo y ¡pum, pum, pum! lo ajustician en el patio. Yo levanté mi vaso y dije: Ni pedo, se le hizo fácil.
Un segundo ayudante trae whisky derecho y arranca la partida.
James mueve con elegancia quirúrgica; Toño lo ve con cara de perro tras trompo de pastor.
—Toño, no muevas esa madre así, no es Serpientes y Escaleras —le advierto.
—Cállate, pierna, yo sé lo que hago —responde Toño.
—Sí, güey, igualito que cuando “sabías” que recuperabas Texas con tres compas y un burro —le suelto.
James suelta un tecnicismo:
—¡Tony, dejaste un blote abierto!
—¿Qué verga es un blote? —pregunta Toño, sudando.
—Cuando dejas una ficha sola, eso se llama blote, meco —le digo.
—Ah, sí… claro, eso ya lo sabía —miente descarado.
Yo casi me caigo del sillón de la risa.
—No mames, Toño, ni en la lotería te va bien. Siempre pierdes hasta con el pinche “El Sol” —le suelto.
El gringo lo barre en dos movimientos.
—Game over, Tony —anuncia.
Toño se queda callado, rojo, tragándose la derrota. Yo lo remato:
—¡Te dije! Pinche manco mental: no puedes ni en el juego ni en la guerra —le digo.
Ardido, Toño saca un revólver y apunta a James.
—¿Qué te parece si me quedo con el territorio y con la feria? —amenaza.
James, imperturbable, da otro trago.
—Mira, mi Tony: si no regreso en una semana al gabacho, te van a venir a partir la madre y a quitarte la otra mitad del país. No te hagas el chingón —advierte.
Toño baja el arma, derrotado.
—Perdón, carnal… es que el pinche Cruz Azul me trae estresado —susurra.
—No problem, amigo. No somos tan culeros: te damos quince millones y una cuponera de Costco —responde James.
James abre el contrato y lo avienta a la mesa.
—Fírmele aquí, mi rey —dice, con una sonrisa calculadora que deja claro que no es broma.
Toño lo hojea dos segundos y pregunta:
—¿Y si hay letra chiquita?
James se ríe.
—Pues claro. Siempre hay letra chiquita —responde.
Yo me asomo y pienso: “No mames, este papel trae más trampas que crédito de Infonavit. Si firma, va a acabar pagando el doble y sin casa.”
Y Toño, como buen campeón de la pendejez, firma sin leer.
Al final, ¿qué creen? Resulta que nomás fueron diez millones y sin la cuponera.
¿Y qué hizo con ellos? Se los gastó en una peda monumental. Una fiesta tan épica que hizo ver al Mardi Gras como kermés de kínder.
El pueblo se enteró y se emputó. Lo derrocaron y lo mandaron al exilio, vendiendo chicles donde pudiera.
Y así fue como México perdió otro territorio: sin sangre, sin honor, sin gloria. Nomás en un pinche juego de mesa. ¿La lección? Nunca te fíes de un cabrón que se apellide López.